Friday, February 02, 2007

EL CASO ECHEVARRÍA

CRÍTICO LITERARIO DEL SUPLE
MENTO CULTURAL BABELIA
Ignacio Echevarría anuncia su salida de El País en una carta abierta al director adjunto

“No existe una narrativa española contemporánea como tejido porque ha quedado desmantelado por la práctica salvaje de las editoriales, que sólo buscan captar y pillar la novedad”.

Ignacio Echevarría, crítico literario del diario El País, ha enviado una carta abierta al director adjunto del periódico Lluís Bassets en la que denuncia al periódico por “ejercer de un modo abierto la censura y vulnerar interesadamente el derecho a la libertad de expresión”. Echevarría, colaborador de El País desde hace catorce años, publicó el pasado mes de septiembre una crítica sobre el último libro del escritor Bernardo Atxaga, “El hijo del acordeonista”, que en altas esferas del diario se definió de “arma de destrucción masiva”. La novela está publicada por Alfaguara, editorial del Grupo Prisa.

Tras publicar la crítica en el suplemento literario Babelia del 4 de septiembre, el nombre de Echevarría ha desparecido de sus páginas sin más explicaciones. De hecho, y tal y como denuncia en su carta abierta a Lluís Bassets, el crítico envió una nueva reseña el pasado 13 de octubre sobre un libro de ensayos de T.S. Eliot. La crítica fue “retenida” por el propio Bassets aludiendo al problema que había creado su recensión sobre la novela de Atxaga. “Se ha dicho, y supongo que te habrá llegado, que tu crítica era como un arma de destrucción masiva y que el periódico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie”, argumentaba Bassets.

Echevarría comenta en su misiva que “quien dijo esto, y lo dijo a voz en grito, frente a varios testigos” fue el director de El País, Jesús Ceberio, dos días después de que se publicara la reseña. “No deja de resultar cómica”, señala Echevarría, “la ocurrencia de emplear la metáfora ‘arma de destrucción masiva’ en estos tiempos que corren. Parece que estamos todos condenados (unos más que otros) a presumir su existencia allí donde no las hay”.

El mismo tono en todas las reseñas
La carta abierta refleja la decepción del crítico literario con el diario “del que vengo siendo lector desde hace más de veinte años, y donde vengo escribiendo desde hace catorce”. La polémica ha sumido a Echevarría en dos reflexiones. La primera, saber qué sentido tiene escribir “una crítica independiente en un medio que parece privilegiar, con descaro creciente, los intereses de una editorial en particular y, más en general, de las empresas asociadas a su mismo grupo”. Sobre las críticas internas que ha suscitado la reseña, Echevarría argumenta que el tono empleado no difiere de otras muchas que ha publicado en Babelia. Fue el mismo utilizado con las últimas novelas de Jorge Volpi (Seix Barral), Antonio Skármeta (Planeta), Jaime Bayly (Espasa) o Lorenzo Silva (Espasa) “tanto o más duras que la dedicada a Bernardo Atxaga”. La única diferencia estriba en que la novela del autor vasco está publicada en Alfaguara, la editorial del Grupo Prisa.

La segunda cuestión que “preocupa” a Ignacio Echevarría es que El País ejerza “de un modo abierto la censura” y “vulnere interesadamente el derecho a la libertad de expresión, del que tan a gala tiene ser defensor y valedor”. Esa es la conclusión que extrae el crítico tras “la resolución de vetar a un antiguo colaborador por el solo motivo de haber manifestado contundentemente, sí, pero también argumentadamente, su juicio negativo acerca de una novela” que considera “francamente mala”.

Sin noticias de Bassets
En la carta que Bassets remitió a Echevarría le prometía ofrecer en "los próximos días", una "respuesta completa" a la petición de explicaciones por parte del crítico. Pero ha transcurrido más de un mes y no ha recibido la respuesta deseada. “Entiendo que la espera ha transcurrido en vano, y soy yo el que de nuevo tomo la iniciativa de escribirte esta carta abierta para esta vez simplemente decirte adiós, y despedirme de paso de los lectores de El País que durante todo este tiempo han seguido, con su aprobación o con sus desacuerdos, mi empeño quizás insensato de perseverar en el cada vez más menoscabado y cuestionado ejercicio de la crítica”, concluye Echevarría.
La reseña que ha causado la disputa, titulada “Una elegía pastoral”, criticaba “la beatitud y el maniqueísmo” del planteamiento de la novela y lamentaba la “prosa de seminarista, de una cursilería casi conmovedora, llena de ridículos arrobamientos” con la que está escrita. El libro, según el crítico, está “construido con una sentimentalidad jurásica, que en sus mejores páginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de José Luis Martín Vigil”.


Una elegía pastoral

Por Ignacio Echevarría (Babelia 04-09-04)

Resulta difícil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así. Cuesta aceptar que, quien lo hace, pase por ser, para muchos, mascarón de proa de la literatura de toda una comunidad, la del País Vasco, cuya situación tan conflictiva reclama, por parte de quien se ocupa de ella, el máximo rigor y la mayor entereza.

Bernardo Atxaga (Aestasu, Guipúzcoa, 1951) nunca ha eludido -y eso le honra- la representatividad que viene recayendo sobre él desde el éxito clamoroso de “Obabakoak” (1988). No cabe dudar de las presiones que ello comporta y de lo difícil que tantas veces ha de resultarle abrirse paso a través de ellas. Hasta cierto punto, ello podría servir de atenuante de la tibieza y de la confusión que rodean la percepción que Atxaga tiene de la realidad vasca. Pero no puede de ningún modo atenuar, por lo que toca a esta novela, el carácter tan tópico -acusadoramente tópico, esta vez- de sus planteamientos narrativos, la enclenque consistencia de sus personajes, la poquedad de sus desarrollos.

El hijo del acordeonista tiene por principal escenario Obaba, la imaginaria localidad vasca en la que viene recreando Atxaga, con tintas arcaizantes, los atributos del ámbito rural en el que él mismo se crió. Entre otras cosas, la novela viene a contar el deterioro y la pérdida definitiva de ese mundo idílico por obra del progreso, sí, pero sobre todo por la injerencia de una violencia histórica en cuya espiral queda atrapado David, el protagonista del relato.

Las circunstancias que, hacia finales de los años sesenta, pudieron empujar a un sano e ingenuo chavalote vasco a militar en ETA: tal parece el asunto que Atxaga pretende ilustrar, echando mano de la experiencia de toda su generación y, eso sí, dejando claro su actual distanciamiento de la actividad terrorista tal y como se viene desarrollando desde el establecimiento de la democracia.

Cuando apenas cuenta 13 años, un informe psicólogico atribuye la poca sociabilidad de David al "apego" que siente por "el mundo rural", y hace constar que "los viejos valores" aparecen en su mente "confundidos con los modernos". Muy tempranamente, David siente la llamada poderosa de formas de vida arcaicas, que lo mueven a añorar un "mundo antiguo" que sobrevive todavía en las cercanías de Obaba. Allá frecuenta el caserío familiar de Iruain, en "un pequeño valle verde, bucólico", que parece destinado a acoger a los "campesinos felices" (así los llama él siempre, citando a Virgilio), junto a los cuales se siente David más a gusto que entre sus compañeros de colegio.

El conflicto empieza cuando, siendo todavía adolescente, David descubre poco a poco el oscuro pasado de su padre, acordeonista de profesión, que colabora con las autoridades franquistas y que estuvo implicado, al parecer, en los fusilamientos que tuvieron lugar en Obaba tras la entrada en el pueblo de los facciosos, a los pocos meses de estallar la Guerra Civil. Pese a su completa ignorancia de lo ocurrido, David se siente "enfermo sólo de pensar que puedo ser hijo de un hombre que tiene sus manos manchadas de sangre".

A partir de entonces, el mundo de David queda ensombrecido por la maldad impenitente de los fascistas y sus secuaces. Ellos son el origen de todos los males, pues no sólo son ladrones y asesinos, no sólo son españolistas y están moralmente corruptos, sino que, para colmo, son los que, a fin de hacer prosperar sus turbios negocios, y siempre "llevados por su odio a las gentes del País Vasco", hacen traer a Obaba las grúas y los camiones que con sus ruedas aplastan las "palabras antiguas", hundiéndolas en el barro "como copos de nieve", dejando ver "lo desigual de la lucha, qué poca esperanza había para el mundo de los "campesinos felices".

La progresiva toma de conciencia de este estado de cosas ocupa al menos dos terceras partes de la novela, en las que de paso se da cuenta minuciosa -y sonrojante- de las zozobras amorosas de David. El resto del libro, a fuerza siempre de introducir elipsis temporales toda vez que el relato se enfrenta a una dificultad, da cuenta de las forma casi inevitable en que David se incorpora a ETA, organización que, conforme a su testimonio, parece limitarse a distribuir panfletos y hacer volar monumentos y edificios públicos. Sólo cuando las cosas empiecen a desmandarse tomará David la decisión de emigrar a Estados Unidos, donde a la vera de su tío Juan, poseedor de un rancho dedicado a la cría de caballos, cumple su ideal de vida bucólica, al lado de Mari Ann, su mujer (hija de un veterano brigadista internacional, cómo no), y sus dos hijitas. Con ellas juega David a enterrar en pequeñas cajas de cerillas palabras que en la "vieja lengua" de su país van cayendo en desuso.

La beatitud y el maniqueísmo de sus planteamientos hace inservible El hijo del acordeonista como testimonio de la realidad vasca. A este respecto, la novela sólo vale como documento acrítico de la inopia y de la bobería -de la atrofia moral, en definitiva- que no han dejado de consentir y de amparar, hoy lo mismo que ayer, de forma más o menos melindrosa, el desarrollo del terrorismo vasco, reducido aquí a un conflicto de lobos y pastores, un problema de ecología lingüística y sentimental, al margen de toda consideración ideológica.

Existe un huidizo concepto, el de la razón narrativa, que por su parte ampara las sinrazones que puedan caber en un relato. Pero es esta razón narrativa la que empieza por fallar completamente en El hijo del acordeonista, novela que incumple las mínimas reglas del decoro literario. El texto se ofrece como un desordenado "memorial" escrito por David pero reescrito póstumamente por su amigo Joseba, antiguo camarada en la lucha y en la actualidad conocido escritor vasco. Un artificio tramposo que, con sus chispas metaliterarias -y metaficcionales, dado que se insinúan aquí y allá claves autobiográficas-, no consigue amenizar la deriva tan previsible de un libro construido con una sentimentalidad jurásica, que en sus mejores páginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de José Luis Martín Vigil.

Todo servido en una prosa de seminarista, de una cursilería casi conmovedora, llena de ridículos arrobamientos ("los osos: tan inofensivos, tan inocentes, tan hermosos") y capaz de refutar en términos como los siguientes las maledicencias que corren en torno a don Pedro, un indiano ricachón -pero republicano- de quien se cuenta que labró su fortuna a costa de su hermano: "Detalles policiales aparte, los dos hermanos se querían mucho: porque eran Abel y Abel, y no, de ninguna manera, Caín y Abel. Desgraciadamente, como bien dice la Biblia, la calumnia es golosina para los oídos...". Y sigue.

Para nimbar el marco pastoral de la novela con favorecedoras luces crepusculares, resulta que David escribe su memorial sabiéndose víctima de una grave dolencia que pronto lo arrancará de su particular paraíso terrenal. Aunque tarde, ha comprendido que "la vida es lo más grande, quien la pierda lo ha perdido todo" (sic). Pero incluso a la muerte consigue arrancarle David rasgos embellecedores, pues en su cercanía el amor adquiere, dice, nuevas formas: "Formas dulces, casi ideales, ajenas a los conflictos y a los roces de la vida cotidiana". Como las del camino de salvación que postula esta novela.


ENTREVISTA CON IGNACIO ECHEVARRÍA
La Reforma

¿Hubo alguna reacción de Atxaga por su crítica?
La esperable en un escritor presuntamente agraviado: atribuirme inquina personal, prejuicios ideológicos, intencionalidades políticas... El entorno del nacionalismo vasco cerró filas en torno a su escritor-emblema y no ha cesado de proferir todo tipo de descalificaciones, asegurando aquí y allá que mi crítica había sido orquestada por plataformas como Basta Ya o el Foro Ermua, a las que yo pertenecería (sobra decir que no).

¿Conoce de otros casos recientes similares al suyo dentro de la prensa española o iberoamericana?
No. Pero seguro que los hay. Otra cosa es que si las cosas han podido llegar a este extremo sea porque el tejido de la crítica, al menos en España, es miserable. Quiero recordar aquí que la novela de Bernardo Atxaga que ha provocado mi cese en 'El País' no obtuvo una sola crítica negativa en ningún otro periódico español, al menos entre los de mayor difusión. Lejos de eso, recibió comentarios casi panegíricos. Y lo que es más preocupante: en casi ninguna crítica ‹como en ninguna de las muchas entrevistas en prensa y en televisión que le han hecho a Atxaga se destacaba el hecho indiscutible de que la novela trata, fundamentalmente, de las razones que empujan a un joven vasco, en los años sesenta, a militar en la banda armada ETA. La novela fue leída con el "manual de instrucciones" que el propio autor y los editores se preocuparon de fomentar. Lo cual habla de la mansedumbre y sumisión de una crítica que por otra parte es reflejo del periodismo español: no olvidemos que el 11-M todos los periódicos españoles aceptan sin más la versión oficial de los hechos que les notifica personalmente el presidente Aznar. Los ciudadanos españoles se enteraron primero por la prensa extranjera que por la nacional de la verdad sobre lo ocurrido. Luego, eso sí, vendrían las incriminaciones y los desgarros de vestiduras.

En su opinión, ¿qué representa este hecho, cuál es el mensaje que se ofrece a los críticos y, sobre todo, al lector?
Que la crítica es un género en indeclinable extinción. Al menos en la prensa. Y muy particularmente en España, donde se da la circunstancia de que el periódico hegemónico posee intereses directos en la industria editorial, en la discográfica y en la cinematográfica. Una situación que sólo tiene parangón con la de la Italia de Berlusconi.

¿Sabe si el Grupo Prisa ejerce presiones fuera de España contra críticos que comentan negativamente sus libros?
Lo dudo mucho. No vale la pena. Ni dentro ni fuera de España. Mi carta, en este sentido, les ha descargado de un problema, antes que producírselo. Ahora ya no tienen que pensar qué hacer conmigo.

¿Hacia dónde se dirige la crítica literaria y cuál es su función cuando los escritores cuentan ya con grandes aparatos mercadológicos detrás?
Se dirige, como ya he dicho, a su definitiva extinción. En cuanto a su función, sigue siendo la de siempre: orientar y discernir. Otra cosa es que la industria cultural quiera reservar estas tareas a sus departamentos de publicidad, cosa que viene consiguiendo.

Finalmente, ¿qué sigue para Ignacio Echevarría?, ¿qué comentarios ha recibido, cuál ha sido la respuesta hasta ahora de sus colegas, de los escritores, de otros medios en español?
Para Ignacio Echevarría sigue una situación de impasse que se puede prolongar indefinidamente, ya veremos. Las respuestas a mi carta han sido reconfortantes. Hay una sociedad civil muy sensible a estas acciones que ha reconocido y apreciado mi gesto. Pero los protagonistas del enredo, es decir, los dueños de la prensa, los editores y los críticos, mutis.




Ignacio Echevarría
Carta abierta a Lluís Bassets (09/12/2004)

“Estimado Luis,
como ésta es una carta abierta, conviene repasar algunos hechos que te son bien conocidos. El pasado 4 de septiembre apareció en Babelia una reseña mía sobre la novela El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga, por entonces recién publicada. La novela –interesa puntualizarlo– ha sido editada en castellano por Alfaguara, que pagó un importante adelanto para hacerse con ella, y que la lanzó como uno de los “platos fuertes” de la rentrée otoñal. Como suele suceder en estos casos, Babelia prestó una atención especial a la novedad, dedicándole a Atxaga la portada del suplemento y una amplia entrevista. En este contexto apareció mi reseña, que era inequívocamente desaprobatoria del libro, pero que –importa hacerlo constar– me había sido solicitada por la directora del suplemento, María Luisa Blanco, quien antes me consultó acerca de mi opinión sobre Atxaga, respondiéndole yo, sin falsedad, que se trataba de un autor cuya trayectoria venía siguiendo con curiosidad y con respeto.
La publicación de la reseña provocó en la dirección del periódico una fuerte conmoción, que se tradujo de inmediato en un pautado despliegue de artículos, entrevistas y crónicas que, en conjunto, apuntaban tanto a paliar y neutralizar los posibles efectos de la reseña como a compensar a Bernardo Atxaga por los perjuicios de todo tipo que ésta pudiera acarrearle. En cualquier caso, la reacción fue tan desproporcionada, que llamó la atención de numerosos medios de prensa españoles, que se hicieron eco de ella de la más variada forma, en general con sorna, pero también con escándalo y con sorpresa.
Yo mismo quedé consternado, y más expuesto que nunca a las dudas de siempre, que me asaltaron con especial crudeza. ¿Tiene sentido ejercer la crítica en un medio dispuesto a desactivar los efectos de la misma y a desautorizar a su propio crítico? ¿Tiene sentido tratar de hacer una crítica más o menos exigente e independiente en un medio que parece privilegiar y defender a ultranza, sin el mínimo decoro, los intereses de una editorial que pertenece a su mismo grupo empresarial? Haciendo caso a quienes me recomendaban no abandonar ni ceder terreno precisamente en momentos como éste, me resolví al final a escribir una nueva reseña, apalabrada ya desde meses atrás, y que mandé a la redacción de Babelia el pasado 13 de octubre. Se trataba en esta ocasión de un comentario a El bosque sagrado, un ya clásico libro de ensayos críticos de T. S. Eliot que la editorial Langre, de El Escorial, ha publicado este mismo año.
Al poco de ser recibida en el periódico, la reseña fue “retenida” por ti, que diste instrucciones de que no se publicara. Como esta situación se prolongara durante más de dos semanas, me decidí a dirigirte, con fecha del 28 de octubre, una carta en la que te manifestaba mi extrañeza y en la que te pedía explicaciones. Añadía en mi carta que me resistía a aceptar las explicaciones que a mí mismo se me ocurrían, y te recordaba que llevaba catorce años colaborando con el periódico.
En la respuesta que me dabas el día siguiente, en carta del 29 de octubre, confirmabas que habías impartido, en efecto, instrucciones de que mi reseña no se publicara, y para justificar esta decisión aportabas unas pocas reflexiones que ponían muy en duda las posibilidades de mi continuidad en Babelia a la luz, sobre todo, del tono en tu opinión demasiado tajante y descalificatorio empleado por mí a la hora de valorar la novela de Atxaga.
“Se ha dicho”, me escribías, “y supongo que te habrá llegado, que tu crítica era como un arma de destrucción masiva y que el periódico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie”.
Tengo entendido que quien dijo esto, y lo dijo a voz en grito, frente a varios testigos, fue Jesús Ceberio, director de El País, el lunes siguiente a la publicación de mi reseña. Y te confieso que, dentro de todo, no deja de resultar halagador, para mí y para el oficio de crítico, que a alguien le quepa pensar que una simple reseña, escrita en el tono que sea, pueda tener los efectos de una arma de destrucción masiva. No deja de resultar cómica, por otra parte, la ocurrencia de emplear la metáfora “arma de destrucción masiva” en estos tiempos que corren. Parece que estamos todos condenados –unos más que otros– a presumir su existencia allí donde no las hay.

En tu carta aceptabas tranquilamente la posibilidad de que las explicaciones que yo mismo me daba acerca de lo ocurrido, y que me resistía a aceptar, fueran buenas. Y eso es lo alarmante, pues entre esas explicaciones se cuentan dos particularmente graves. A una ya he hecho referencia al aludir a mis dudas sobre el sentido de tratar de hacer una crítica independiente en un medio que parece privilegiar, con descaro creciente, los intereses de una editorial en particular y, más en general, de las empresas asociadas a su mismo grupo. No parece casual que sea un libro de Alfaguara el que haya alentado tus escrúpulos sobre el tono que eventualmente empleo a la hora de hablar sobre un libro que considero francamente malo. Llevo muchos años empleando un tono muy parecido, y el hacerlo no ha sido hasta ahora motivo de estupor ni de reprobación, más bien lo contrario. Te invito, para comprobarlo, a releer mis reseñas de las últimas novelas de autores como Jorge Volpi (Seix Barral), Antonio Skármeta (Planeta), Jaime Bayly (Espasa) o Lorenzo Silva (Espasa), tanto o más duras que la dedicada a Bernardo Atxaga, todas ellas publicadas en el plazo de un año a esta parte, o poco más. Pero lo que me preocupa de verdad es que El País, del que vengo siendo lector desde hace más de veinte años, y donde vengo escribiendo desde hace catorce, pueda ejercer de un modo abierto la censura y vulnerar interesadamente el derecho a la libertad de expresión, del que tan a gala tiene ser defensor y valedor. Eso, y no otra cosa, es lo que se desprende de la resolución de vetar a un antiguo colaborador por el solo motivo de haber manifestado contundentemente, sí, pero también argumentadamente, su juicio negativo acerca de una novela.

Me decías en tu carta que dudabas aún sobre qué hacer conmigo, y me anunciabas, para "los próximos días", una "respuesta completa" a mi petición de explicaciones. Pero ha pasado más de un mes, y supongo que las pobres reflexiones que entonces me adelantabas no han hecho entretanto sino cobrar cuerpo. Con fecha del mismo día 29 de octubre te escribía yo que quedaba a la espera de tu "respuesta completa". Pero no dispongo de una eternidad para eso. Entiendo que la espera ha transcurrido en vano, y soy yo el que de nuevo tomo la iniciativa de escribirte esta carta abierta para esta vez simplemente decirte adiós, y despedirme de paso de los lectores de El País que durante todo este tiempo han seguido, con su aprobación o con sus desacuerdos, mi empeño quizás insensato de perseverar en el cada vez más menoscabado y cuestionado ejercicio de la crítica.

Vale.


La defensora del lector / “El 'caso Echevarría'” (EL PAÍS, 19/12/2004)]
Malen Aznárez

Varios lectores se han dirigido a esta Defensora pidiendo la aclaración de unos hechos que consideran sumamente graves. "¿Se ha apartado al crítico Ignacio Echevarría del suplemento Babelia? Si es así, ¿tiene esto algo que ver con el hecho de que su crítica a la última novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, se dirigiera contra uno de los lanzamientos estrella para el otoño de una editorial, Alfaguara, que pertenece al mismo grupo empresarial de este periódico?", pregunta desde Vitoria Javier Berasaluce Bajo”. Me parece que los lectores de EL PAÍS y de Ignacio Echevarría merecemos una explicación de lo ocurrido”, dice E. L. de Cegama. “Creo que el asunto es lo suficientemente grave y afecta a la credibilidad del periódico para que la carta abierta de Echevarría al director adjunto se despache con un “sin comentarios”, añade Segundo Saavedra. Es el resumen de casi una veintena de quejas.
La redactora jefe de Babelia, María Luisa Blanco, da su versión de lo sucedido: “El libro de Bernardo Atxaga se programó a finales de julio para que protagonizara la primera portada de Babelia de septiembre. La crítica del libro se le pidió a Ignacio Echevarría .Rafael Conte y Echevarría se reparten la crítica de los libros considerados más importantes, que suelen coincidir con aquellos a los que se les dedica una portada. La de Atxaga se decidió en el contexto de potenciar valores literarios actuales que no habían tenido hasta el momento un excesivo subrayado dentro de las páginas del suplemento. En esa línea se ha dado portada a autores como Ray Loriga, Belén Gopegui o Mario Onaindía. Desde un punto de vista informativo se consideró interesante hacer una entrevista a Bernardo Atxaga por las expectativas generadas en torno a una novela esperada desde hacía siete años, premio de la Crítica cuando el libro se publicó en euskera. Atxaga venía avalado, además, por su trayectoria literaria; fue, por tanto, una apuesta explícita por el autor. Como es frecuente en el periodismo, no siempre coincide la opinión de un crítico o un columnista con un despliegue informativo concreto. En Babelia hay otros precedentes: Sarah Waters , escritora británica, avalada por un enorme éxito, salió en una doble página con entrevista y una crítica negativa de José María Guelbenzu. El respeto a la libertad e independencia de la crítica lleva a este tipo de divergencias. Después de la publicación de la crítica de Atxaga, el director, Jesús Ceberio, me pidió públicamente que comunicara al crítico que este periódico no utiliza ‘bombas atómicas’ contra nadie. Así se lo comuniqué y le reclamé la reseña de dos libros pendientes desde julio. A las dos semanas envió la crítica de uno de ellos, El bosque sagrado , de T. S. Eliot, que el director adjunto, Lluís Bassets, guardó hasta nueva orden. Dos meses y medio después se recibió la carta abierta de Ignacio Echevarría ".

Esta Defensora ha planteado al director adjunto, Lluís Bassets, responsable de Opinión y del suplemento Babelia , y destinatario de la carta abierta de Echevarría (en la que le pedía explicaciones por la crónica retenida, hablaba de censura y aseguraba que el periódico había defendido a ultranza los intereses del grupo empresarial), las siguientes preguntas:

1. ¿Por qué Echevarría no ha publicado ninguna crítica en Babelia desde hace más de tres meses? ¿Tiene algo que ver con el hecho de que la última que publicara fuera una crítica muy negativa del libro de Bernardo Atxaga editado por Alfaguara? ¿Tiene razón el crítico cuando afirma que ha sido objeto de una represalia por culpa de esa nota negativa?

2. ¿No queda en entredicho, como señalan algunos lectores, la credibilidad de EL PAÍS, cuando entran en colisión los intereses del grupo empresarial al que pertenece con una crítica independiente?

3. ¿Por qué no se ha publicado la carta abierta de Echevarría?

…estas son sus respuestas de Bassets :

1. “Resulta difícil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así’. Hago mías estas palabras con las que empezaba Echevarría su crítica, pero aplicada a lo que él escribe. No me parece razonable que en un diario de información general, que pretende hacer un servicio al mayor número posible de lectores, se ataque personalmente a un escritor y se haga utilizando además una forma tan cruel. (La versión original ni siquiera le ahorraba al autor una referencia despectiva a su competencia moral, frase que aceptó suprimir a sugerencia de la Redacción de Babelia). Creo que un diario como EL PAÍS es ecléctico y plural por definición en cuestiones estéticas, lo cual no significa que sus críticos no lleguen al fondo de las cosas ni tengan libertad para expresar sus reservas o su enmienda a la totalidad de una obra, independientemente de quién sea el editor. Su artículo contra Atxaga llevó a interrogarnos sobre el papel de este crítico y decidimos congelar por el momento su colaboración. Envió semanas más tarde una crítica cuya publicación fue aplazada. Entiendo que la dilación molestara a un crítico tan reconocido y valorado, y no tengo inconveniente en reconocer que podía y debía publicarse. Lamento de verdad que él mismo haya decidido dar por terminada su relación con el periódico. No ha habido censura. No ha habido despido ni rescisión por nuestra parte de una relación. Ha sido Echevarría quien la ha roto sin tantear ninguna otra posibilidad. ¿Ha habido limitación al derecho a la información y a la libertad de expresión? Creo sinceramente que no y que en este bloque de derechos y libertades se incluye el de los lectores a elegir el diario que quieren leer y por parte de las empresas periodísticas el de contratar los artículos que desean ver publicados en sus páginas”.

2. “Un periódico tiene la credibilidad que le dan sus lectores. Que la crítica está mediatizada por los intereses editoriales del grupo empresarial es una opinión que no comparto. Como mínimo expresada en estos términos”.

3. “No creo que una carta abierta dirigida a mí sea la forma más adecuada de resolver el conflicto. Cuando la recibí y pensé que sólo la había dirigido al periódico -al director, a Babelia y a mí mismo-, expresé mi deseo de verla publicada. Me convenció de lo contrario su divulgación inmediata y masiva en Internet sin conceder siquiera 24 horas al diario para su publicación. No creo que EL PAÍS deba prestarse como plataforma para una acción contra el propio diario”.

Son explicaciones que el director de EL PAÍS, Jesús Ceberio, “comparte y respalda de principio a fin”, al tiempo que subraya que “en modo alguno puede hablarse de censura, puesto que la crítica se publicó”. El pasado viernes, Ceberio reconoció haber gestionado “muy mal” este “conflicto”. Ante la inquietud del Comité de Redacción por la carta de más de un centenar de críticos, colaboradores y redactores de EL PAÍS -publicada ayer en Cartas al Director-, Ceberio lamentó que “este conflicto, que ya reconocí haber gestionado muy mal, dé pie a conclusiones que me parecen desmesuradas y que tratan de extender una sospecha general sobre el periódico. EL PAÍS lleva más de 28 años ejercitando la libertad de expresión y de crítica, como bien saben los firmantes de la carta que frecuentan sus páginas. Por encima de posibles errores, ése es un compromiso permanente de la dirección con los profesionales que hacen el periódico y con los lectores”.

Esta Defensora está de acuerdo en que el periódico tiene derecho a escoger los artículos que quiere publicar en sus páginas. El caso es que Echevarría había escrito, este mismo año, otras críticas en idéntico tono implacable. Y antes había fustigado con dureza a escritores de la talla de Javier Marías, sin que -como el propio crítico dice en su carta- hasta ahora eso hubiera sido “motivo de reprobación”. Echevarría también había criticado distintos libros de Alfaguara. Cuatro en este mismo año, entre ellos Delirio, de Laura Restrepo, último premio Alfaguara de Novela. Nunca hubo quejas de censura por parte del crítico, quien siempre escribió con absoluta libertad lo que creyó conveniente y así se publicó.

No se puede hablar, por tanto, de censura. Pero esta Defensora cree que más que una “muy mala gestión” de lo que la dirección asume como un “conflicto”, el desarrollo del mismo ha sido un auténtico disparate. No sólo debían haberse extremado todo tipo de precauciones para evitar el conflicto y las sospechas, sino que antes que nada debió de hablarse con Echevarría en vez de mantener silencio durante tres meses. Si, como ha asegurado Jesús Ceberio, la decisión no fue prescindir del mismo, “sino congelar la relación durante un tiempo”, parece de locos haber llegado a una situación que ha desembocado en la pérdida de un crítico de prestigio, y dado pie a graves repercusiones para la credibilidad del periódico.

La discusión que se podría plantear, a juicio de esta Defensora, es si ha existido conflicto de intereses, porque es cierto que dentro de los grandes conglomerados periodísticos existe siempre esa sospecha. Y consecuencias derivadas de ese conflicto.

El Libro de estilo señala que la mejor forma de evitar el conflicto de intereses “es la transparencia interna que este periódico se compromete a mantener”. Asimismo dice que, por encima de cualquier otro, prevalecerá el interés del lector; y añade que “en las informaciones relevantes de contenido económico o financiero referidas a cualquier empresa integrada o participada por el Grupo Prisa se hará constar que se trata del grupo editor de EL PAÍS”. En este caso, el Libro de estilo no ayuda a aclarar el problema planteado, porque publicar que la editorial pertenece al Grupo Prisa -que no se hizo- no hubiera resuelto nada. Esta Defensora cree que, de alguna forma, habría que establecer unos principios rotundos que, en casos de sospecha de conflicto de intereses por productos relacionados con el grupo empresarial, dejaran bien a resguardo la independencia de las informaciones, especialmente las críticas. Nada dudoso que pueda impedir, en palabras de Bassets, que los críticos de EL PAÍS no puedan llegar “al fondo de las cosas ni tengan libertad para expresar sus reservas o su enmienda a la totalidad de una obra, independientemente de quién sea el editor”.

Porque si los lectores están por encima de todo, es precisamente en casos como éste cuando el cuidado ha de ser exquisito. La credibilidad es difícil de alcanzar, pero se pierde con facilidad. Y ya se sabe que la mujer del César no sólo tiene que ser honrada, sino también parecerlo.


Ignacio Echevarría
[Cartas al director (El País, 20/12/2004)]

“Quiero expresar, en primer lugar, mi sorpresa por el hecho de que se pueda tratar por extenso el caso Echevarría, como lo llama la Defensora del Lector, sin darme voz alguna ni haber reproducido de ningún modo la carta abierta mandada por mí a Lluís Bassets con fecha del pasado día 9.
En sus declaraciones, el señor Bassets da a entender que soy yo quien ha roto unilateralmente las relaciones con el diario ‘sin tantear ninguna otra posibilidad’. ¿Le parece poco haberle escrito pidiéndole explicaciones, primero, y dejando pasar a continuación más de un mes a la espera de una respuesta que él prometió darme en el plazo de unos días? Usted mismo admite haber decidido unilateralmente ‘congelar’ su relación con un colaborador de modo indefinido, sin informarle en absoluto de ello. ¿No autoriza esto a hablar de ‘represalias’ contra ese colaborador, a quien se priva de un medio de sustento, aparte de callar su voz?
El señor Bassets (que, increíblemente, no duda en hacer suyas las palabras dichas por mí y que a él le parecen tan ofensivas) alude a una frase que yo acepté suprimir de mi reseña. Y dado que él mismo enjuicia esa frase creo que los lectores tienen derecho a conocerla. Decía así: ‘Ocasiones hay en que la indigencia narrativa admite ser tomada por indicio de incompetencia moral. …sta parece ser una de ellas’.
Me pregunto si no hay también ocasiones en que la indigencia periodística admite ser tomada, asimismo, por indicio de incompetencia moral”.


ENTREVISTA EXCLUSIVA CON IGNACIO ECHEVARRÍA
Pisar la raya
Nirma Acosta • La Habana

El pasado 4 de septiembre de 2004 apareció en Babelia una reseña del crítico literario Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) sobre la novela El hijo del acordeonista publicada por la editorial Alfaguara. Para el crítico, justo con la publicación de este texto comenzaron los “inconvenientes”, pues a partir de ahí sus trabajos empezaron a ser “retenidos” en la misma publicación donde ejerciera durante más de 14 años. A pesar de que el propio director de El País, Jesús Ceberio, asegurara, en suerte de irónica sentencia “en modo alguno puede hablarse de censura”; una vez más quedaron expuestos los caminos que transita la política editorial del periódico, insertado junto a Alfaguara en el conglomerado mediático PRISA. La experiencia de Ignacio Echevarría motivó este diálogo y reveló, entre otros temas, las condiciones bajo las que se ejerce la crítica en los medios españoles.

En el camino hacia convertirse en uno de los críticos literarios más importantes de España, se ha encontrado seguramente con diversos estilos y modos de hacer Literatura. ¿Cómo valora Ud. el panorama actual de la Literatura española?
Eso de "uno de los críticos literarios más importantes de España" suena muy halagador, pero en el fondo es como decir nada, o peor todavía: es como invocar uno de esos records absurdos en que la excelencia no entraña ningún mérito, como, por ejemplo, el de lavarse los dientes con más frecuencia que nadie. En España, partamos de allí, apenas hay crítica literaria propiamente dicha, al menos en la prensa, de modo que —a poco que uno se lo tome con alguna seriedad, lo cual ya es mucho decir— no es difícil destacar en este oficio dudoso y más bien residual. Esto tiene que ver con el estado actual de la literatura española, que ofrece un panorama ecléctico y desarticulado, sin apenas contrastes, consecuencia de la nivelación de todos los valores en la que insiste machaconamente la industria cultural, que un día lanza a bombo y platillo a un autor como Juan Marsé o como Javier Marías, y al día siguiente lo hace con Arturo Pérez Reverte o Pedro Luis Zafón, y esa misma tarde con Zoé Valdés o Lucía Etxebarría. Todo pasa por ser literatura, sin más, sin graduación de valor. Y el resultado es un paisaje confortablemente anodino, como un campo de golf.

Hablando en términos de cultura en la más amplia acepción de la palabra, ¿qué saldo nos legará el hecho de que sean los intereses comerciales los que estén imponiendo gustos y estéticas?
Demos la vuelta a su planteamiento y digamos que el hecho de que sean los intereses comerciales los que estén imponiendo gustos y estéticas es el saldo que nos ha legado la inoperancia de la crítica, consecuencia, a su vez, de la deserción de la clase intelectual y el consiguiente abandono de sus órganos y de su representatividad a los agentes de la industria cultural, a cuyo campo se han pasado algunos por venalidad, otros por desesperación, o por cobardía, o por pereza.

En un mundo donde se publican cientos de miles de libros cada día, ¿cuál debe ser el papel del crítico literario?
En teoría, esa concurrencia de libros y más libros debería traducirse en una mayor relevancia de la crítica y de su función orientadora. Pero los intereses de la industria cultural conspiran en contra de esta relevancia, con el fin de que el papel del crítico literario lo asuma la publicidad. Siendo así, al crítico, que juega en inferioridad de condiciones, no le queda otro recurso que convertirse él mismo en un publicista y emplear las técnicas de la publicidad —es decir, la contundencia, el ingenio, la agresividad, la capacidad de acuñar consignas— para promover aquello mismo de lo que la publicidad misma no deja de ser un perverso simulacro: el sistema de valores en función del cual el propio crítico articula su lectura. En la medida en que, en esta tarea, se enfrenta a dificultades crecientes, buena parte de la energía del crítico, sin embargo, ha de consumirse en velar por la propia supervivencia de su oficio y cuanto comporta.

Constantino Bértolo afirma en su artículo “La muerte del crítico. Prisa contra Prisa": “el crítico cruzó la linde de una propiedad que no se puede franquear impunemente. Echevarría abrió la ventana, dejó entrar la luz y señaló con el dedo". ¿Esperaba Ud. que le cortaran ese dedo, al decir del propio Bértolo? ¿Era consciente de las fronteras que estaba transgrediendo, así como de las posibles consecuencias tratándose de Prisa y de un medio como El País?
Ya en otro lugar he dejado dicho que la crítica, en cuanto género periodístico, sobrevive por virtud de las cuotas de credibilidad y de decoro que los grandes medios se sienten obligados a pagar para mantener su influencia. Así es a tal punto que las posibilidades de una crítica independiente son proporcionales al importe de la cuota que el medio en cuestión está dispuesto a pagar para asegurar esa credibilidad. Ese importe fijaría los límites en el que se desenvuelve la tarea del crítico. Este no puede dejar de reconocerlos, y deberá trabajar precisamente en esos límites; no dentro, sino en la raya misma de esos límites, que la actuación del crítico, si es comprometida y rigurosa, contribuirá a tensar y, acaso, a dilatar, dado que el reconocimiento de los propios límites no supone ni mucho menos su aceptación. Así las cosas, circunstancias que determinaron mi "cese" como colaborador del diario El País no venían dadas desde siempre, ni mucho menos, sino que son producto de la rebaja de las cuotas de credibilidad y de decoro que, de un tiempo a esta parte, el periódico se siente impelido a satisfacer. Esa rebaja es consecuencia, sin duda, del exceso de confianza que al periódico le inspira su aplastante hegemonía, y se viene traduciendo, entre otras cosas, en un estrechamiento progresivo de los límites que dentro del periódico se conceden a la crítica más o menos independiente. Quien durante años, como yo, había trabajado en esos límites, despertó un buen día fuera de ellos. Pero no por haberlos roto o temerariamente atravesado, sino porque esos límites habían reducido su círculo, y dejaban fuera a quien acampaba en sus lindes.
Dicho esto, el artículo de Constantino Bértolo ofrece, en clave política, un excelente análisis —el más perspicaz de cuantos se han hecho— de la situación, y nada tengo que objetar a lo que dice. Solo puedo añadir que sí, que yo era consciente de estar jugando un juego peligroso, si bien lo jugué desde la confianza de que podía salir, una vez más, ileso. Perder, en cualquier caso, ya sea un dedo o un puesto de trabajo, es el riesgo de actuar en los límites. Pero no cabe duda de que de otro modo no vale la pena actuar.

¿Cuáles han sido las consecuencias, en lo profesional y en lo personal, de su “caso", teniendo en cuenta consensos, diferencias y aclaraciones?
En lo personal está muy claro: he dejado de colaborar con El País y con ello he puesto término a una actividad desarrollada con entusiasmo y con pasión, pero también con dudas y con escrúpulos, a lo largo de quince años. En un plano más amplio, mi "carta abierta" y la cadena de reacciones que desató pienso que quizás hayan contribuido a poner en evidencia la situación cada vez más precaria en que la crítica misma sobrevive en la prensa española. No cabe ser muy optimista al respecto, pero hay motivos para esperar que ello sirva para cobrar conciencia del estado de las cosas y, a partir de ahí, se ensanche la posibilidad de que alguna vez cambien.
¿Puede un periódico como El País defender criterios culturales por sobre intereses comerciales y políticos?
Puede, por supuesto. Y debe. Otra cosa es que finalmente no lo haga, por razones precisamente comerciales y políticas.

Es posible el papel de la crítica y del crítico en los medios españoles de la actualidad. ¿Bajo qué condiciones?
Es posible, claro. Bajo condiciones, eso sí, de extrema vigilancia, y dentro de unos límites cada vez más estrechos, en competencia cada vez más desigual con la presión de la publicidad. Lo cual hace la tarea del crítico cada vez más difícil. Todo su arte consistirá entonces —como en los regímenes sometidos a censura— en sortear esos límites, o en hacerlos polémicamente palpables.

Usted ha asegurado: "la industria cultural usurpa su lugar a la cultura propiamente dicha". ¿Será ese el futuro de la cultura en España?
En España y me temo que en todas partes. Como me temo que, allí donde, excepcionalmente, eso no esté ocurriendo, como por ejemplo en Cuba, haya que lidiar entonces con el dirigismo cultural, poco amigo asimismo de la crítica.



LA MUERTE DEL CRÍTICO
Prisa contra Prisa
Constantino Bértolo • España


En la tradición humanista y romántica sobre la que siguen descansando nuestras cartografías culturales, la lectura de las obras literarias se considera como una especie de diálogo de intimidades en el que la vida interior del lector entra en contacto directo con las verdades superiores que el texto del autor encarna. Y da igual que Marx, Nietzsche o Freud hayan desmontado los supuestos básicos de tan espiritual actividad. A la hora de la verdad – de expresar la verdad que un texto encierra- la mayoría de los intérpretes se acogen a esta partitura incorporando si acaso unas notas de existencialismo más o menos rebelde según sea su actitud de mayor o menor rechazo a los modos de vida dominantes o unos toques de fascinación por la metaliteratura y las simetrías borgianas. Desde esta consideración de baile de almas es fácil entender la general sospecha que recae sobre la figura del crítico en cuanto que éste no dejaría de ser un “entrometido” molesto que con su presencia interrumpe tan sublime coyunda entre el “ser libre” del lector y el “quehacer libre” del autor. El único crítico aceptable en tal tradición sería aquel que limitase su presencia a bendecir (bien decir), ensalzar y levantar acta de tales esponsales al modo de los sacerdotes católicos en el sacramento del matrimonio. Cualquier otro crítico que por allí aparezca con distinta pretensión será acusado implícita o explícitamente de arribista, impostor, eunuco o monaguillo. Parásito intelectual viviendo siempre a la sombra de las propinas que los padrinos de la boda tengan a bien concederle.

De los críticos y según fuere su pretensión podríamos distinguir tres clases, categorías o escuelas: catadores, guardianes y tribunos. Los primeros pretenden tan sólo dar cuenta de su gusto y como tales no argumentan sino que enumeran y describen sensaciones e impresiones. Dado que el gusto no es en realidad tan personal como se creen estos críticos suelen traducir, arropar y reafirmar con mayor o menor capacidad expresiva el gusto dominante. Es el tipo de crítico que se define y delata cuando usa expresiones como “me sumerjo en el texto”, “dejo que el texto me invada”, “me enfrento sin prejuicios al texto” y su tropa constituye el grueso de la palestra crítica en nuestros retablos literarios.

Los guardianes son más escasos. La fuente de legitimidad de la que se reclaman es la Literatura (con mayúsculas), y su tarea vendría marcada por la obligación de mantener el alto nivel de exigencia señalado por las mejores obras y autores de la literatura universal. Su vara de medir sería la excelencia y ésta a su vez vendría determinada por los logros formales, éticos y estéticos que la propia historia literaria ha venido determinando ya sea a modo de canon o de paradigma. El crítico guardián o “custodio” en términos de Musil, no hablaría desde su gusto sino desde un criterio que se quiere impersonal y endógeno en cuanto que sería la propia literatura la que construye la autoridad, la competencia, el código y la sentencia. Alcanzar la categoría de "guardián de la pureza" requiere conocimiento del campo, de la historia de la literatura, y un bagaje técnico - vía estilística, estructuralismo o teoría literaria - a la altura del empeño. La reunión de estas cualidades hace que su número sea escaso y aún cuando su extrema escasez los hace deseables, sus conflictos con los medios (su sentido de la exigencia suele chocar con la conveniencia informativa) los convierte en una especie en vías de extinción. Se les reconoce fácilmente por su recurso a un lenguaje objetivo, rotundo, sólido y un tanto categórico, en el que aparecen, a modo de certificados de autoridad, citas y referencias de autores, obras y críticos contrastados.

La categoría que denominamos tribunos, en clara relación con los "tribunos de la plebe" de la antigua Roma, ha desaparecido de nuestro espacio literario. El tribuno juzga aquello que se hace público (y la literatura es discurso público) y lo relaciona con el bien común, con lo que es o sería bueno para la salud de la sociedad – salud semántica, salud narrativa, salud poética - y por lo tanto evalúa y juzga desde esa perspectiva la salud literaria de las obras que se ofertan. El tribuno encarnaría la defensa de los valores de la comunidad, entendiendo por ésta la agrupación de ciudadanos alrededor de un proyecto de convivencia basado en el bien común. Se siente legitimado y responsable ante la "polis" y por eso su crítica es, en el sentido aristotélico del término, una crítica política. No trasvasa o solapa – ése es su riesgo y acaso su tentación- lo político a lo literario sino que encuadra los textos literarios en el contexto inevitable y general de ese vivir en común donde los textos se producen, circulan y consumen. Su legitimidad descansa en lo "público" y su juicio tiene como objeto el uso público que los autores hagan de la lengua en cuanto patrimonio colectivo que no sólo contiene palabras o reglas gramaticales sino también, y muy especialmente, el conjunto de historias, temas e imaginarios con los que la sociedad se construye y reconoce. La Sintaxis y la Poética del convivir.

En sociedades complejas como las nuestras, atravesadas y constituidas por la lucha de clases y en donde el bien común es un concepto en disputa, el tribuno opta por éste, ése o aquél entendimiento y desde esa elección opera, critica. El crítico como tribuno requiere, como todos, una tribuna y por tanto precisa que en el dinamismo social coexistan con relevancia, es decir, poder y capacidad de expresión real, opciones distintas sobre el qué sea el bien común. Cuando determinadas instancias secuestran de manera hegemónica la idea sobre ese bien común o monopolizan los medios de producción y expresión que concurren para su construcción, el tribuno no tiene espacio, es decir, se asfixia y se extingue.

Estas tres categorías en la práctica cotidiana, es decir, en el mundo de las revistas y suplementos literarios, aparecen con perfiles confusos, de faena de aliño, con ecos de patio de vecindad. Rasgos de cada uno de ellos se cruzan y entrecruzan y no faltan ejemplos del catador que cita a Steiner a troche y moche ni del guardián que se deja llevar por la exaltación lírica, ni de falsos tribunos que confunden lo político con las buenas intenciones de izquierda. En la realidad de nuestro campo literario tal y como hemos venido comentando sobreabundan los críticos impresionistas, los guardianes son escasos y los tribunos no aparecen ni siquiera en aquellas instancias periodísticas que ligadas en mayor o menor grado a ideologías políticamente enfrentadas o incómodas para el sistema (por ejemplo Gara – al menos en las páginas escritas en castellano-, Mundo Obrero, A Nosa Terra, Le Monde Diplomatique) reproducen en sus páginas literarias criterios de juicio de corte impresionista en donde el humanismo difuso, la autocelebración y la rebeldía existencialista cuando no la banalidad metaliteraria aparecen como paradigmas de la excelencia. Con esta composición no es extrañar que la crítica literaria en nuestra geografía aparezca como una acomodada institución mercantil que en su mejor versión expende certificados de homologación y en su peor papel –el más abundante- se limita a realizar trabajos de publicidad más o menos encubierta bajo su “noble” apariencia de actividad “estética e independiente”. Una actividad “feliz” sólo alterada muy superficialmente por las pequeñas envidias, resquemores, odios, manías y rencores que la lucha por el prestigio y los estipendios produce, diríase, de manera natural.

Mas de pronto esta arcadia feliz se altera y la “ natural” normalidad se rompe y viene abajo cuando a modo de carta abierta a la comunidad literaria el crítico Ignacio Echevarría abre una ventana, deja entrar la luz y señala con el dedo. Veamos la historia: El sábado 4 de Septiembre, en pleno reinicio de la temporada literaria aparece en Babelia, el suplemento literario de El País (suplemento que inmerecida o merecidamente continúa siendo la publicación referencial del espacio literario en lengua castellana a uno y otro lado del Atlántico) una reseña del crítico Ignacio Echevarría ( crítico que inmerecida o merecidamente ocupa una posición referencial en lo que atañe a la narrativa en lengua castellana) sobre la versión en castellano de la última novela, El hijo del acordeonista, del escritor euskaldún Bernardo Atxaga (que inmerecida o merecidamente ocupa una posición referencial en la literatura actual en euskara). La reseña contiene una descalificación rotunda y contundente de la novela en base a dos argumentos que en el espacio de la reseña se despliegan entrelazándose: una escritura blanda para una visión blanda de la conflictiva realidad vasca, entendiendo por blando en este contexto aquella cualidad que tiende a teñir de suavidad lo áspero y a travestir de esencia las sustancias concretas haciendo sobreactuar lo idílico: la fusión/confusión de contrarios, en detrimento de lo conflictivo: el enfrentamiento dialéctico. Juicio al que la reseña llega desarrollando, dentro de los límites del género, las necesarias pruebas, ejemplos y considerandos. Se trata de una crítica personal – como no podía ser menos – pero su calificación ya de subjetiva ya de objetiva dependerá finalmente de la ponderación que los lectores de la crítica concedan a la solidez, oportunidad, adecuación y suficiencia de esas pruebas y argumentos sobre los que se asientan tales conclusiones. Ponderación que si en principio parecería exigir a su vez una lectura propia y personal de la novela a fin de tener argumentos “de primera mano”, en la práctica cotidiana se disculpa tal posible exigencia por la misma razón que juzgamos una sentencia aun desconociendo la totalidad del sumario. Pero nada más recomendable que leer la novela si se quiere intervenir con más propiedad en el debate. Desde el interior del propio periódico y “dejando aparte mi juicio sobre la novela” según le comunicó el responsable de Opinión al crítico, la reseña fue calificada de manera estentórea de arma de destrucción masiva con los consiguientes efectos centrales y colaterales que hoy conocemos.

Pero malamente se entendería el alcance de la crítica de Echevarría si se olvidaran las circunstancias nada circunstanciales que conforman el contexto: el hecho de que la versión al castellano del libro de Atxaga aparezca en la editorial Alfaguara perteneciente al mismo grupo empresarial que el periódico donde se hospeda el suplemento; el hecho de que con esta edición el grupo empresarial merced a un importante adelanto incorporaba a su órbita al escritor- símbolo de la cultura vasca (en el cuerpo central del colorín dominical de ese mismo fin de semana el mencionado diario independiente de la mañana desplegaba a todo color y paisaje pastel la colaboración estrella del recién fichado) , y el hecho nada baladí de que la línea política de ese importante grupo empresarial y mediático venía y viene proponiendo, al menos desde las últimas elecciones autonómicas, una vía o estrategia de salida al conflicto armado que implicaría su reinterpretación –discutible en todo caso y con la que el crítico evidentemente discrepa- en clave de su entendimiento como indeseada secuela psicológica o política de la guerra civil española. Estrategia que al parecer la empresa compartiría con fuerzas políticas como el PSOE, el mismo partido que durante lustros se ha olvidado de que el túnel sin salida se cegó, en buena parte y entre otros momentos, aquel día en plena transición desde la dictadura a la Constitución del 78 en que los representantes de la Platajunta entraron a dialogar con el Presidente Suárez en base a un programa de nueve puntos y salieron con un acuerdo sobre siete que dejó en el camino - nadie ha contado a cambio de qué- el punto referido a la reivindicación por parte de las fuerzas democráticas del derecho de autodeterminación de los que entonces se llamaban los pueblos ibéricos. Estrategia, nuevo horizonte o nuevo talante histórico que la novela y el propio y nada desdeñable capital simbólico del autor legitimarían al menos implícitamente.

A partir del momento de la aparición de la reseña se producen distintas reacciones en diferentes ámbitos y con distintos registros, ocultas algunas de ellas hasta el momento en que la carta abierta del crítico las pone encima de la mesa. Por un lado el periódico desplegaría un espectacular “desagravio de papel” que en sí mismo ya suponía una fuerte desautorización del crítico. Por otro, congelaba – “retenía” – sus colaboraciones sin explicaciones previas y “ad calendas graecas” en lo que suponía un verdadero acto de censura. Finalmente convendría destacar que si bien el procedimiento de reprobación y castigo permanecía en el ámbito interno de la empresa, a nivel público era obvio que el expediente de “separación de empleo” era un hecho con efectos notorios sin que ello pusiese en marcha movimientos de apoyo o denuncia entre los actores del campo literario salvo contadísimas excepciones. Muy al contrario, en diversos medios culturales de Euskadi se abundó en la descalificación “ad hominem” del crítico achacándole ideas parafascistas (extrañamente aplicadas a quien pocas semanas antes acababa de respaldar a fondo y elogiar muy positivamente la novela El vano ayer de Isaac Rosa como uno de los mejores logros de la narrativa actual en razón a su coherencia y coraje progresista) o torvas intenciones conspirativas, coincidiendo así, en su indignación y condena, con los gestores de los intereses mediáticos, políticos y empresariales del grupo Prisa. Más sorprendente resulta tal coincidencia si se toma en cuenta que dejando aparte cuáles sean las simpatías y posiciones políticas del ciudadano Bernardo Atxaga, la mirada pastoral e idílica que el crítico achaca con razón, a nuestro entender, al texto, ciertamente no deja que por ningún lado asome en la novela ni la lucha de clases ni el depredador desarrollo de las fuerzas productivas externas o internas ni cualquier otro elemento que permita señalar, en la representación que la narración nos ofrece de Obaba en cuanto espejo del Euskadi, una mínima visión de izquierdas salvo que, como en efecto sucede, cualquier denuncia del fascismo pasado o presente otorgue a cualquiera patente de izquierda.

En mi opinión, es la suma de estas tres circunstancias “agravantes” lo que provoca la explosión de ese arma de destrucción masiva – esta sí- que los empresarios y sus capataces poseen en sus arsenales y no dudan en utilizar cuando su territorio se ve seriamente amenazado o contrariado: el despido, el poder de decidir, de facto, conceder o retirar el derecho al trabajo que usurpan desde su posición de detentadores de la propiedad privada de los medios de producción. El problema de Ignacio Echevarria como crítico no fue, como bien argumenta en su carta, el tono contundente de su reseña, al fin y al cabo coherente con su trayectoria y su merecida condición de crítico “guardián”, pues aunque en ocasiones pudiese resultar molesto para el periódico, tal incomodidad se veía compensada por la alta dosis de credibilidad y prestigio que con su tarea transfería al medio. Ni siquiera creo que haya que buscar las razones del despido – pues de un despido por “silencio administrativo” se trata- en el choque de intereses internos que hacen que la empresa se vea en la tesitura de ser juez y parte y víctima y verdugo de sí misma pues las contradicciones externas, como la doble moral en el político, pueden fácilmente rentabilizarse, gozan de excelente prensa (la propia y ajena) y en cualquier caso los posibles daños siempre se pueden reparar. Tampoco entiendo como casus belli el hecho de que el crítico transparente determinada posición política respecto al conflicto armado en Euskadi pues en el propio periódico se han venido haciendo públicas posturas divergentes al respecto. Lo intolerable, lo que les ha parecido intolerable a los propietarios de los medios de producción y expresión de las palabras de la tribu es que el guardián de la exigencia literaria abandone su parcela, ese “sacro y autónomo terreno de lo estético”, saque los pies del tiesto y se atreva, llevado por su rigor crítico o por su mera condición de ciudadano, a meterse en el papel y en los territorios del tribuno que denuncia lo que desde su opinión entiende como un discurso narrativo peligroso para la salud moral y política de la comunidad. Lo que no toleran es que nadie les arrebate el usufructo de las palabras e historias colectivas. Al fin y al cabo ellos son los que invierten en la Bolsa de los significados y de ellos, por tanto, deben ser los dividendos semánticos. El crítico cruzó la linde de una propiedad que no se puede franquear impunemente.

Decíamos que Echevarría abrió la ventana, dejó entrar la luz y señaló con el dedo. E indudablemente pasó lo que tenía que pasar: que se lo cortaron. Pero también pasó lo que no siempre pasa: que dio tiempo a mirar y descubrir lo que el dedo señalaba: que sólo haciéndonos creer que somos libres consiguen que sigamos siendo sus esclavos. Porque en la crítica, como en el capitalismo, la libertad no deja de presentarse como un malentendido. Y es que si la lectura carga con la ilusión de ser diálogo de intimidades, la crítica, contra lo que generalmente se piensa, no es una instancia mediadora entre el escritor y los lectores. Ese espacio, en las actuales economías de mercado, corresponde a los editores, cuyo trabajo consiste en proponer a la comunidad o mercado aquellas lecturas que en su opinión - criterio- puedan satisfacer sus deseos, necesidades o expectativas que, a su vez, los medios de producción de deseos, necesidades y expectativas han puesto en circulación. El crítico analiza y valora esas propuestas y su trabajo le sitúa así entre la edición y los consumidores de libros. La práctica es engañosa y tiende a hacernos pensar que los críticos hablan del trabajo de los escritores o de los escritores cuando en realidad están hablando de propuestas editoriales. Sería bueno que los escritores entendiesen que la crítica no tiene como objeto sus obras en cuanto pertenecientes a su privacidad sino y sólo en tanto pasan por la decisión editorial de hacerlas públicas. Sería bueno que los escritores “agraviados” por la crítica del crítico entendiesen que la crítica habla de un texto y del autor del texto “solo y en tanto” productor del texto. Y sería especialmente conveniente, para no llevarse a engaño o desengaño, que los críticos también entendiesen que su trabajo empieza y acaba en las instancias de la economía política dentro de las cuales no dejan de ser operarios semánticos, mejor o peor cualificados, y demandados con mayor o menor intensidad no por los lectores sino por sus empleadores reales: los medios de comunicación que son los que arriendan sus servicios. Y las editoriales, por mucho que se presenten o quieran verse a sí mismas como instancias generadoras de Cultura (con Mayúsculas) no pueden dejar de ser, en última instancia y casi siempre en primera, un poder económico - grande, mediano o pequeño - con capacidad de intervenir en lo público, pues no otra cosa es la tarea de "publicar", pero con la inevitable necesidad de participar en el juego económico. La labor del crítico consiste en juzgar desde sus propios criterios, si los tiene, la conveniencia o no de esa publicación para la salud semántica de su comunidad (y lo que puede ser saludable para una comunidad puede no serlo para otra) pero en sentido estricto -y el caso Atxaga es prueba evidente- tampoco recae en ellos, en cuanto personas privadas, esa capacidad pues son los medios que hacen "públicas" las críticas los que realmente intervienen en el debate. En el artículo aparecido en la sección de La defensora del lector, a propósito del escándalo, Lluis Bassets, responsable de Opinión y del suplemento Babelia, no duda en dejarlo claro al hablar del derecho de las empresas periodísticas a “contratar los artículos que deseen ver publicados en sus páginas” (aunque no aclara si tienen derecho a no publicar a aquellos artículos ya contratados pero que les parezcan inoportunos por las razones – sus razones – que sean). Más claro imposible. Y el mismo ejecutivo deja ver que la libertad de expresión del crítico se refiere al terreno de “las cuestiones estéticas”, abundando así en nuestra sospecha de que fue el paso de “guardián” a “tribuno” lo que provocó la reacción de los responsables del periódico.

Desde esta perspectiva, más impersonal y menos psicológica, la crítica es en realidad un diálogo entre dos poderes económicos que como tales poderes quieren y necesitan trasladar su influencia al ámbito cultural. Porque ahí es donde el responsable de Babelia se equivoca al pensar que su derecho a publicar puede fundamentarse en el deseo de “contratar los artículos que deseen ver publicados en sus páginas”. Ninguna empresa capitalista puede obviar que su actividad se desarrolla en una esfera donde la confianza social es necesaria y más si esa empresa se mueve en los ámbitos de la comunicación y la cultura. Una empresa está obligada a mantener los buenos modales, la apariencia de que el juego de deberes y derechos es el mismo para todos porque, si no lo hace, la base del comercio – el contrato entre iguales- se viene abajo. De ahí que la defensora del lector recuerde a sus jefes que la mujer del Cesar no sólo debe ser honrada sino parecerlo. No en vano la moneda es un ente fiduciario. Y evidentemente y como el Director del periódico reconoce, algo han manejado mal a ese respecto. El ejercicio de la propiedad en sociedades complejas tiene sus límites. E Ignacio Echevarría, a costa de perder sin duda un dedo, ha venido a plantearlo. Y los abajo firmantes, Rafael Conte y Ferlosio y Vargas Llosa y Eduardo Mendoza y Javier Marías y Francisco Rico y Jorge Herralde y tantos otros han venido a recordárselo: queremos seguir sintiéndonos libres y no queremos que nadie de los nuestros se vea obligado a poner el dedo en la llaga. Puestas así las cosas, esta historia parece terminar como las películas norteamericanas que tratan de algún caso de corrupción: las personas pueden fallar (manejar mal el asunto) pero el sistema de libertades funciona (los intelectuales una vez más han puesto al capital en su sitio y la empresa, vía defensora del lector niega la mayor – la censura- pero acepta la menor: la torpe gestión).

El tribuno que no existe ve esta película y se queda pensativo: articula el argumento, analiza a los personajes, relee los diálogos, contextualiza los enunciados, criba los adjetivos e interpreta finalmente que esta historia nada tiene que ver con finales felices: no está contando que haya un capitalismo bueno y un capitalismo malo sino todo lo contrario: que el desarrollo del capitalismo en esta fase de expansión y acumulación acelerada está provocando, entre otros fenómenos, que las empresas, llevadas por la inevitable lógica de la competencia y la reproducción, necesiten controlar no solo la producción sino la circulación, la distribución y el consumo, lo que puede dar lugar a episodios de sinergias negativas como es el caso. Sucede que la burguesía, cuya razón de ser es vender y vender con beneficio, está obligada a acabar con toda excepción ya sea cultural ya sea laboral y si tiene que morderse a si misma, se muerde. Asistimos a una historia empresarial, PRISA contra PRISA en este caso, pero vale para cualquier otro, que pone en evidencia que en caso de conflicto entre beneficio y legitimidad, por mucho que nos desgarremos las ropas en aras de la cultura, la solución del sistema consiste en hacer del beneficio la única fuente de legitimidad. El tribuno que no existe, mientras llega al ágora, piensa que con estas condiciones objetivas poco espacio parece quedar para el criterio y las libertades individuales del crítico. Poco, muy poco, pero sin duda el suficiente para que unos pierdan su dignidad y otros la defiendan y mantengan. Y nos recuerda que frente al pesimismo de la razón permanece el “non serviam” de la voluntad. Se trata de organizarla, dice, y acaso alguien le reproche que ese decir ultimo no estaba en la película.

Lo que no entiendo es por qué publicaron la crítica pudiendo no hacerlo. A ver si me explico. Aquí hay una doble responsabilidad: el firmante se hace responsable de lo que escribe, pero no del hecho de que eso se publique. Eso ya no es una decisión suya, sino, supongo, del coordinador de Babelia o del propio director adjunto. Por tanto, es a ellos a quienes hay que echar, ya que no cumplieron la labor de velar por los intereses del grupo empresarial. A Echevarría se le podría haber despedido si hubiese infringido sus obligaciones de crítico: por ejemplo, al escribir una reseña de un libro no leído

No tiene justificación que desde Babelia se prefiera "controlar en la medida de sus fuerzas, el mundo de la cultura y favorecer a sus empresas" porque Babelia no se vende como una publicación del grupo Prisa, sino como una revista de crítica literaria independiente. Todos sabemos de que pie cojean los principales medios, pero de ahí a que se despida a un trabajador por hacer una crítica negativa de un libro me parece algo exagerado (curiosamente ese libro fue defendido como obra maestra en el ABC pocos días antes o después) y más que un toque de atención al resto de redactores.

Bueno, siempre nos quedara internet.

La línea de Babelia, sectaria, es la que es. Prefieren controlar en la medida de sus fuerzas, el mundo de la cultura y favorecer a sus empresas. A I. Echevarría le ha gustado siempre ser una especie de azote de escritores como si quisiera revivir los paliques de Alas. Hace unos cuantos años la lió igual de bien cuando censuró una novela de R. Chirbes y salió servilmente Muñoz Molina a defenderlo. A él le gusta observar la tarea del crítico literario como un custodio feroz de una llama sagrada y eso le honra, al menos en mi opinión. Lo suyo es lo que de arte tiene un libro, no su marketing. Pertenece a una tradición benjaminiana de crítica cultural y de un modo de ver la novela que va de V. Wolf a Th. Bernhard. Hay demasiada crítica literaria de todo a 100 que van vendiendo obras maestras como los periodistas deportivos venden partidos del siglo. Para mí Echeverría era casi la única excusa para leer el Babelia que siempre ha sido un suplemento lamentablemente mediocre a pesar de los esfuerzos y limpiezas de cara de los últimos años.