Wednesday, August 12, 2009

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Friday, February 02, 2007

EL CASO ECHEVARRÍA

CRÍTICO LITERARIO DEL SUPLE
MENTO CULTURAL BABELIA
Ignacio Echevarría anuncia su salida de El País en una carta abierta al director adjunto

“No existe una narrativa española contemporánea como tejido porque ha quedado desmantelado por la práctica salvaje de las editoriales, que sólo buscan captar y pillar la novedad”.

Ignacio Echevarría, crítico literario del diario El País, ha enviado una carta abierta al director adjunto del periódico Lluís Bassets en la que denuncia al periódico por “ejercer de un modo abierto la censura y vulnerar interesadamente el derecho a la libertad de expresión”. Echevarría, colaborador de El País desde hace catorce años, publicó el pasado mes de septiembre una crítica sobre el último libro del escritor Bernardo Atxaga, “El hijo del acordeonista”, que en altas esferas del diario se definió de “arma de destrucción masiva”. La novela está publicada por Alfaguara, editorial del Grupo Prisa.

Tras publicar la crítica en el suplemento literario Babelia del 4 de septiembre, el nombre de Echevarría ha desparecido de sus páginas sin más explicaciones. De hecho, y tal y como denuncia en su carta abierta a Lluís Bassets, el crítico envió una nueva reseña el pasado 13 de octubre sobre un libro de ensayos de T.S. Eliot. La crítica fue “retenida” por el propio Bassets aludiendo al problema que había creado su recensión sobre la novela de Atxaga. “Se ha dicho, y supongo que te habrá llegado, que tu crítica era como un arma de destrucción masiva y que el periódico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie”, argumentaba Bassets.

Echevarría comenta en su misiva que “quien dijo esto, y lo dijo a voz en grito, frente a varios testigos” fue el director de El País, Jesús Ceberio, dos días después de que se publicara la reseña. “No deja de resultar cómica”, señala Echevarría, “la ocurrencia de emplear la metáfora ‘arma de destrucción masiva’ en estos tiempos que corren. Parece que estamos todos condenados (unos más que otros) a presumir su existencia allí donde no las hay”.

El mismo tono en todas las reseñas
La carta abierta refleja la decepción del crítico literario con el diario “del que vengo siendo lector desde hace más de veinte años, y donde vengo escribiendo desde hace catorce”. La polémica ha sumido a Echevarría en dos reflexiones. La primera, saber qué sentido tiene escribir “una crítica independiente en un medio que parece privilegiar, con descaro creciente, los intereses de una editorial en particular y, más en general, de las empresas asociadas a su mismo grupo”. Sobre las críticas internas que ha suscitado la reseña, Echevarría argumenta que el tono empleado no difiere de otras muchas que ha publicado en Babelia. Fue el mismo utilizado con las últimas novelas de Jorge Volpi (Seix Barral), Antonio Skármeta (Planeta), Jaime Bayly (Espasa) o Lorenzo Silva (Espasa) “tanto o más duras que la dedicada a Bernardo Atxaga”. La única diferencia estriba en que la novela del autor vasco está publicada en Alfaguara, la editorial del Grupo Prisa.

La segunda cuestión que “preocupa” a Ignacio Echevarría es que El País ejerza “de un modo abierto la censura” y “vulnere interesadamente el derecho a la libertad de expresión, del que tan a gala tiene ser defensor y valedor”. Esa es la conclusión que extrae el crítico tras “la resolución de vetar a un antiguo colaborador por el solo motivo de haber manifestado contundentemente, sí, pero también argumentadamente, su juicio negativo acerca de una novela” que considera “francamente mala”.

Sin noticias de Bassets
En la carta que Bassets remitió a Echevarría le prometía ofrecer en "los próximos días", una "respuesta completa" a la petición de explicaciones por parte del crítico. Pero ha transcurrido más de un mes y no ha recibido la respuesta deseada. “Entiendo que la espera ha transcurrido en vano, y soy yo el que de nuevo tomo la iniciativa de escribirte esta carta abierta para esta vez simplemente decirte adiós, y despedirme de paso de los lectores de El País que durante todo este tiempo han seguido, con su aprobación o con sus desacuerdos, mi empeño quizás insensato de perseverar en el cada vez más menoscabado y cuestionado ejercicio de la crítica”, concluye Echevarría.
La reseña que ha causado la disputa, titulada “Una elegía pastoral”, criticaba “la beatitud y el maniqueísmo” del planteamiento de la novela y lamentaba la “prosa de seminarista, de una cursilería casi conmovedora, llena de ridículos arrobamientos” con la que está escrita. El libro, según el crítico, está “construido con una sentimentalidad jurásica, que en sus mejores páginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de José Luis Martín Vigil”.


Una elegía pastoral

Por Ignacio Echevarría (Babelia 04-09-04)

Resulta difícil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así. Cuesta aceptar que, quien lo hace, pase por ser, para muchos, mascarón de proa de la literatura de toda una comunidad, la del País Vasco, cuya situación tan conflictiva reclama, por parte de quien se ocupa de ella, el máximo rigor y la mayor entereza.

Bernardo Atxaga (Aestasu, Guipúzcoa, 1951) nunca ha eludido -y eso le honra- la representatividad que viene recayendo sobre él desde el éxito clamoroso de “Obabakoak” (1988). No cabe dudar de las presiones que ello comporta y de lo difícil que tantas veces ha de resultarle abrirse paso a través de ellas. Hasta cierto punto, ello podría servir de atenuante de la tibieza y de la confusión que rodean la percepción que Atxaga tiene de la realidad vasca. Pero no puede de ningún modo atenuar, por lo que toca a esta novela, el carácter tan tópico -acusadoramente tópico, esta vez- de sus planteamientos narrativos, la enclenque consistencia de sus personajes, la poquedad de sus desarrollos.

El hijo del acordeonista tiene por principal escenario Obaba, la imaginaria localidad vasca en la que viene recreando Atxaga, con tintas arcaizantes, los atributos del ámbito rural en el que él mismo se crió. Entre otras cosas, la novela viene a contar el deterioro y la pérdida definitiva de ese mundo idílico por obra del progreso, sí, pero sobre todo por la injerencia de una violencia histórica en cuya espiral queda atrapado David, el protagonista del relato.

Las circunstancias que, hacia finales de los años sesenta, pudieron empujar a un sano e ingenuo chavalote vasco a militar en ETA: tal parece el asunto que Atxaga pretende ilustrar, echando mano de la experiencia de toda su generación y, eso sí, dejando claro su actual distanciamiento de la actividad terrorista tal y como se viene desarrollando desde el establecimiento de la democracia.

Cuando apenas cuenta 13 años, un informe psicólogico atribuye la poca sociabilidad de David al "apego" que siente por "el mundo rural", y hace constar que "los viejos valores" aparecen en su mente "confundidos con los modernos". Muy tempranamente, David siente la llamada poderosa de formas de vida arcaicas, que lo mueven a añorar un "mundo antiguo" que sobrevive todavía en las cercanías de Obaba. Allá frecuenta el caserío familiar de Iruain, en "un pequeño valle verde, bucólico", que parece destinado a acoger a los "campesinos felices" (así los llama él siempre, citando a Virgilio), junto a los cuales se siente David más a gusto que entre sus compañeros de colegio.

El conflicto empieza cuando, siendo todavía adolescente, David descubre poco a poco el oscuro pasado de su padre, acordeonista de profesión, que colabora con las autoridades franquistas y que estuvo implicado, al parecer, en los fusilamientos que tuvieron lugar en Obaba tras la entrada en el pueblo de los facciosos, a los pocos meses de estallar la Guerra Civil. Pese a su completa ignorancia de lo ocurrido, David se siente "enfermo sólo de pensar que puedo ser hijo de un hombre que tiene sus manos manchadas de sangre".

A partir de entonces, el mundo de David queda ensombrecido por la maldad impenitente de los fascistas y sus secuaces. Ellos son el origen de todos los males, pues no sólo son ladrones y asesinos, no sólo son españolistas y están moralmente corruptos, sino que, para colmo, son los que, a fin de hacer prosperar sus turbios negocios, y siempre "llevados por su odio a las gentes del País Vasco", hacen traer a Obaba las grúas y los camiones que con sus ruedas aplastan las "palabras antiguas", hundiéndolas en el barro "como copos de nieve", dejando ver "lo desigual de la lucha, qué poca esperanza había para el mundo de los "campesinos felices".

La progresiva toma de conciencia de este estado de cosas ocupa al menos dos terceras partes de la novela, en las que de paso se da cuenta minuciosa -y sonrojante- de las zozobras amorosas de David. El resto del libro, a fuerza siempre de introducir elipsis temporales toda vez que el relato se enfrenta a una dificultad, da cuenta de las forma casi inevitable en que David se incorpora a ETA, organización que, conforme a su testimonio, parece limitarse a distribuir panfletos y hacer volar monumentos y edificios públicos. Sólo cuando las cosas empiecen a desmandarse tomará David la decisión de emigrar a Estados Unidos, donde a la vera de su tío Juan, poseedor de un rancho dedicado a la cría de caballos, cumple su ideal de vida bucólica, al lado de Mari Ann, su mujer (hija de un veterano brigadista internacional, cómo no), y sus dos hijitas. Con ellas juega David a enterrar en pequeñas cajas de cerillas palabras que en la "vieja lengua" de su país van cayendo en desuso.

La beatitud y el maniqueísmo de sus planteamientos hace inservible El hijo del acordeonista como testimonio de la realidad vasca. A este respecto, la novela sólo vale como documento acrítico de la inopia y de la bobería -de la atrofia moral, en definitiva- que no han dejado de consentir y de amparar, hoy lo mismo que ayer, de forma más o menos melindrosa, el desarrollo del terrorismo vasco, reducido aquí a un conflicto de lobos y pastores, un problema de ecología lingüística y sentimental, al margen de toda consideración ideológica.

Existe un huidizo concepto, el de la razón narrativa, que por su parte ampara las sinrazones que puedan caber en un relato. Pero es esta razón narrativa la que empieza por fallar completamente en El hijo del acordeonista, novela que incumple las mínimas reglas del decoro literario. El texto se ofrece como un desordenado "memorial" escrito por David pero reescrito póstumamente por su amigo Joseba, antiguo camarada en la lucha y en la actualidad conocido escritor vasco. Un artificio tramposo que, con sus chispas metaliterarias -y metaficcionales, dado que se insinúan aquí y allá claves autobiográficas-, no consigue amenizar la deriva tan previsible de un libro construido con una sentimentalidad jurásica, que en sus mejores páginas trae, bien que a su modo, el recuerdo de las novelas de José Luis Martín Vigil.

Todo servido en una prosa de seminarista, de una cursilería casi conmovedora, llena de ridículos arrobamientos ("los osos: tan inofensivos, tan inocentes, tan hermosos") y capaz de refutar en términos como los siguientes las maledicencias que corren en torno a don Pedro, un indiano ricachón -pero republicano- de quien se cuenta que labró su fortuna a costa de su hermano: "Detalles policiales aparte, los dos hermanos se querían mucho: porque eran Abel y Abel, y no, de ninguna manera, Caín y Abel. Desgraciadamente, como bien dice la Biblia, la calumnia es golosina para los oídos...". Y sigue.

Para nimbar el marco pastoral de la novela con favorecedoras luces crepusculares, resulta que David escribe su memorial sabiéndose víctima de una grave dolencia que pronto lo arrancará de su particular paraíso terrenal. Aunque tarde, ha comprendido que "la vida es lo más grande, quien la pierda lo ha perdido todo" (sic). Pero incluso a la muerte consigue arrancarle David rasgos embellecedores, pues en su cercanía el amor adquiere, dice, nuevas formas: "Formas dulces, casi ideales, ajenas a los conflictos y a los roces de la vida cotidiana". Como las del camino de salvación que postula esta novela.


ENTREVISTA CON IGNACIO ECHEVARRÍA
La Reforma

¿Hubo alguna reacción de Atxaga por su crítica?
La esperable en un escritor presuntamente agraviado: atribuirme inquina personal, prejuicios ideológicos, intencionalidades políticas... El entorno del nacionalismo vasco cerró filas en torno a su escritor-emblema y no ha cesado de proferir todo tipo de descalificaciones, asegurando aquí y allá que mi crítica había sido orquestada por plataformas como Basta Ya o el Foro Ermua, a las que yo pertenecería (sobra decir que no).

¿Conoce de otros casos recientes similares al suyo dentro de la prensa española o iberoamericana?
No. Pero seguro que los hay. Otra cosa es que si las cosas han podido llegar a este extremo sea porque el tejido de la crítica, al menos en España, es miserable. Quiero recordar aquí que la novela de Bernardo Atxaga que ha provocado mi cese en 'El País' no obtuvo una sola crítica negativa en ningún otro periódico español, al menos entre los de mayor difusión. Lejos de eso, recibió comentarios casi panegíricos. Y lo que es más preocupante: en casi ninguna crítica ‹como en ninguna de las muchas entrevistas en prensa y en televisión que le han hecho a Atxaga se destacaba el hecho indiscutible de que la novela trata, fundamentalmente, de las razones que empujan a un joven vasco, en los años sesenta, a militar en la banda armada ETA. La novela fue leída con el "manual de instrucciones" que el propio autor y los editores se preocuparon de fomentar. Lo cual habla de la mansedumbre y sumisión de una crítica que por otra parte es reflejo del periodismo español: no olvidemos que el 11-M todos los periódicos españoles aceptan sin más la versión oficial de los hechos que les notifica personalmente el presidente Aznar. Los ciudadanos españoles se enteraron primero por la prensa extranjera que por la nacional de la verdad sobre lo ocurrido. Luego, eso sí, vendrían las incriminaciones y los desgarros de vestiduras.

En su opinión, ¿qué representa este hecho, cuál es el mensaje que se ofrece a los críticos y, sobre todo, al lector?
Que la crítica es un género en indeclinable extinción. Al menos en la prensa. Y muy particularmente en España, donde se da la circunstancia de que el periódico hegemónico posee intereses directos en la industria editorial, en la discográfica y en la cinematográfica. Una situación que sólo tiene parangón con la de la Italia de Berlusconi.

¿Sabe si el Grupo Prisa ejerce presiones fuera de España contra críticos que comentan negativamente sus libros?
Lo dudo mucho. No vale la pena. Ni dentro ni fuera de España. Mi carta, en este sentido, les ha descargado de un problema, antes que producírselo. Ahora ya no tienen que pensar qué hacer conmigo.

¿Hacia dónde se dirige la crítica literaria y cuál es su función cuando los escritores cuentan ya con grandes aparatos mercadológicos detrás?
Se dirige, como ya he dicho, a su definitiva extinción. En cuanto a su función, sigue siendo la de siempre: orientar y discernir. Otra cosa es que la industria cultural quiera reservar estas tareas a sus departamentos de publicidad, cosa que viene consiguiendo.

Finalmente, ¿qué sigue para Ignacio Echevarría?, ¿qué comentarios ha recibido, cuál ha sido la respuesta hasta ahora de sus colegas, de los escritores, de otros medios en español?
Para Ignacio Echevarría sigue una situación de impasse que se puede prolongar indefinidamente, ya veremos. Las respuestas a mi carta han sido reconfortantes. Hay una sociedad civil muy sensible a estas acciones que ha reconocido y apreciado mi gesto. Pero los protagonistas del enredo, es decir, los dueños de la prensa, los editores y los críticos, mutis.




Ignacio Echevarría
Carta abierta a Lluís Bassets (09/12/2004)

“Estimado Luis,
como ésta es una carta abierta, conviene repasar algunos hechos que te son bien conocidos. El pasado 4 de septiembre apareció en Babelia una reseña mía sobre la novela El hijo del acordeonista, de Bernardo Atxaga, por entonces recién publicada. La novela –interesa puntualizarlo– ha sido editada en castellano por Alfaguara, que pagó un importante adelanto para hacerse con ella, y que la lanzó como uno de los “platos fuertes” de la rentrée otoñal. Como suele suceder en estos casos, Babelia prestó una atención especial a la novedad, dedicándole a Atxaga la portada del suplemento y una amplia entrevista. En este contexto apareció mi reseña, que era inequívocamente desaprobatoria del libro, pero que –importa hacerlo constar– me había sido solicitada por la directora del suplemento, María Luisa Blanco, quien antes me consultó acerca de mi opinión sobre Atxaga, respondiéndole yo, sin falsedad, que se trataba de un autor cuya trayectoria venía siguiendo con curiosidad y con respeto.
La publicación de la reseña provocó en la dirección del periódico una fuerte conmoción, que se tradujo de inmediato en un pautado despliegue de artículos, entrevistas y crónicas que, en conjunto, apuntaban tanto a paliar y neutralizar los posibles efectos de la reseña como a compensar a Bernardo Atxaga por los perjuicios de todo tipo que ésta pudiera acarrearle. En cualquier caso, la reacción fue tan desproporcionada, que llamó la atención de numerosos medios de prensa españoles, que se hicieron eco de ella de la más variada forma, en general con sorna, pero también con escándalo y con sorpresa.
Yo mismo quedé consternado, y más expuesto que nunca a las dudas de siempre, que me asaltaron con especial crudeza. ¿Tiene sentido ejercer la crítica en un medio dispuesto a desactivar los efectos de la misma y a desautorizar a su propio crítico? ¿Tiene sentido tratar de hacer una crítica más o menos exigente e independiente en un medio que parece privilegiar y defender a ultranza, sin el mínimo decoro, los intereses de una editorial que pertenece a su mismo grupo empresarial? Haciendo caso a quienes me recomendaban no abandonar ni ceder terreno precisamente en momentos como éste, me resolví al final a escribir una nueva reseña, apalabrada ya desde meses atrás, y que mandé a la redacción de Babelia el pasado 13 de octubre. Se trataba en esta ocasión de un comentario a El bosque sagrado, un ya clásico libro de ensayos críticos de T. S. Eliot que la editorial Langre, de El Escorial, ha publicado este mismo año.
Al poco de ser recibida en el periódico, la reseña fue “retenida” por ti, que diste instrucciones de que no se publicara. Como esta situación se prolongara durante más de dos semanas, me decidí a dirigirte, con fecha del 28 de octubre, una carta en la que te manifestaba mi extrañeza y en la que te pedía explicaciones. Añadía en mi carta que me resistía a aceptar las explicaciones que a mí mismo se me ocurrían, y te recordaba que llevaba catorce años colaborando con el periódico.
En la respuesta que me dabas el día siguiente, en carta del 29 de octubre, confirmabas que habías impartido, en efecto, instrucciones de que mi reseña no se publicara, y para justificar esta decisión aportabas unas pocas reflexiones que ponían muy en duda las posibilidades de mi continuidad en Babelia a la luz, sobre todo, del tono en tu opinión demasiado tajante y descalificatorio empleado por mí a la hora de valorar la novela de Atxaga.
“Se ha dicho”, me escribías, “y supongo que te habrá llegado, que tu crítica era como un arma de destrucción masiva y que el periódico hace mucho tiempo que ha renunciado a utilizar este tipo de armas contra nadie”.
Tengo entendido que quien dijo esto, y lo dijo a voz en grito, frente a varios testigos, fue Jesús Ceberio, director de El País, el lunes siguiente a la publicación de mi reseña. Y te confieso que, dentro de todo, no deja de resultar halagador, para mí y para el oficio de crítico, que a alguien le quepa pensar que una simple reseña, escrita en el tono que sea, pueda tener los efectos de una arma de destrucción masiva. No deja de resultar cómica, por otra parte, la ocurrencia de emplear la metáfora “arma de destrucción masiva” en estos tiempos que corren. Parece que estamos todos condenados –unos más que otros– a presumir su existencia allí donde no las hay.

En tu carta aceptabas tranquilamente la posibilidad de que las explicaciones que yo mismo me daba acerca de lo ocurrido, y que me resistía a aceptar, fueran buenas. Y eso es lo alarmante, pues entre esas explicaciones se cuentan dos particularmente graves. A una ya he hecho referencia al aludir a mis dudas sobre el sentido de tratar de hacer una crítica independiente en un medio que parece privilegiar, con descaro creciente, los intereses de una editorial en particular y, más en general, de las empresas asociadas a su mismo grupo. No parece casual que sea un libro de Alfaguara el que haya alentado tus escrúpulos sobre el tono que eventualmente empleo a la hora de hablar sobre un libro que considero francamente malo. Llevo muchos años empleando un tono muy parecido, y el hacerlo no ha sido hasta ahora motivo de estupor ni de reprobación, más bien lo contrario. Te invito, para comprobarlo, a releer mis reseñas de las últimas novelas de autores como Jorge Volpi (Seix Barral), Antonio Skármeta (Planeta), Jaime Bayly (Espasa) o Lorenzo Silva (Espasa), tanto o más duras que la dedicada a Bernardo Atxaga, todas ellas publicadas en el plazo de un año a esta parte, o poco más. Pero lo que me preocupa de verdad es que El País, del que vengo siendo lector desde hace más de veinte años, y donde vengo escribiendo desde hace catorce, pueda ejercer de un modo abierto la censura y vulnerar interesadamente el derecho a la libertad de expresión, del que tan a gala tiene ser defensor y valedor. Eso, y no otra cosa, es lo que se desprende de la resolución de vetar a un antiguo colaborador por el solo motivo de haber manifestado contundentemente, sí, pero también argumentadamente, su juicio negativo acerca de una novela.

Me decías en tu carta que dudabas aún sobre qué hacer conmigo, y me anunciabas, para "los próximos días", una "respuesta completa" a mi petición de explicaciones. Pero ha pasado más de un mes, y supongo que las pobres reflexiones que entonces me adelantabas no han hecho entretanto sino cobrar cuerpo. Con fecha del mismo día 29 de octubre te escribía yo que quedaba a la espera de tu "respuesta completa". Pero no dispongo de una eternidad para eso. Entiendo que la espera ha transcurrido en vano, y soy yo el que de nuevo tomo la iniciativa de escribirte esta carta abierta para esta vez simplemente decirte adiós, y despedirme de paso de los lectores de El País que durante todo este tiempo han seguido, con su aprobación o con sus desacuerdos, mi empeño quizás insensato de perseverar en el cada vez más menoscabado y cuestionado ejercicio de la crítica.

Vale.


La defensora del lector / “El 'caso Echevarría'” (EL PAÍS, 19/12/2004)]
Malen Aznárez

Varios lectores se han dirigido a esta Defensora pidiendo la aclaración de unos hechos que consideran sumamente graves. "¿Se ha apartado al crítico Ignacio Echevarría del suplemento Babelia? Si es así, ¿tiene esto algo que ver con el hecho de que su crítica a la última novela de Bernardo Atxaga, El hijo del acordeonista, se dirigiera contra uno de los lanzamientos estrella para el otoño de una editorial, Alfaguara, que pertenece al mismo grupo empresarial de este periódico?", pregunta desde Vitoria Javier Berasaluce Bajo”. Me parece que los lectores de EL PAÍS y de Ignacio Echevarría merecemos una explicación de lo ocurrido”, dice E. L. de Cegama. “Creo que el asunto es lo suficientemente grave y afecta a la credibilidad del periódico para que la carta abierta de Echevarría al director adjunto se despache con un “sin comentarios”, añade Segundo Saavedra. Es el resumen de casi una veintena de quejas.
La redactora jefe de Babelia, María Luisa Blanco, da su versión de lo sucedido: “El libro de Bernardo Atxaga se programó a finales de julio para que protagonizara la primera portada de Babelia de septiembre. La crítica del libro se le pidió a Ignacio Echevarría .Rafael Conte y Echevarría se reparten la crítica de los libros considerados más importantes, que suelen coincidir con aquellos a los que se les dedica una portada. La de Atxaga se decidió en el contexto de potenciar valores literarios actuales que no habían tenido hasta el momento un excesivo subrayado dentro de las páginas del suplemento. En esa línea se ha dado portada a autores como Ray Loriga, Belén Gopegui o Mario Onaindía. Desde un punto de vista informativo se consideró interesante hacer una entrevista a Bernardo Atxaga por las expectativas generadas en torno a una novela esperada desde hacía siete años, premio de la Crítica cuando el libro se publicó en euskera. Atxaga venía avalado, además, por su trayectoria literaria; fue, por tanto, una apuesta explícita por el autor. Como es frecuente en el periodismo, no siempre coincide la opinión de un crítico o un columnista con un despliegue informativo concreto. En Babelia hay otros precedentes: Sarah Waters , escritora británica, avalada por un enorme éxito, salió en una doble página con entrevista y una crítica negativa de José María Guelbenzu. El respeto a la libertad e independencia de la crítica lleva a este tipo de divergencias. Después de la publicación de la crítica de Atxaga, el director, Jesús Ceberio, me pidió públicamente que comunicara al crítico que este periódico no utiliza ‘bombas atómicas’ contra nadie. Así se lo comuniqué y le reclamé la reseña de dos libros pendientes desde julio. A las dos semanas envió la crítica de uno de ellos, El bosque sagrado , de T. S. Eliot, que el director adjunto, Lluís Bassets, guardó hasta nueva orden. Dos meses y medio después se recibió la carta abierta de Ignacio Echevarría ".

Esta Defensora ha planteado al director adjunto, Lluís Bassets, responsable de Opinión y del suplemento Babelia , y destinatario de la carta abierta de Echevarría (en la que le pedía explicaciones por la crónica retenida, hablaba de censura y aseguraba que el periódico había defendido a ultranza los intereses del grupo empresarial), las siguientes preguntas:

1. ¿Por qué Echevarría no ha publicado ninguna crítica en Babelia desde hace más de tres meses? ¿Tiene algo que ver con el hecho de que la última que publicara fuera una crítica muy negativa del libro de Bernardo Atxaga editado por Alfaguara? ¿Tiene razón el crítico cuando afirma que ha sido objeto de una represalia por culpa de esa nota negativa?

2. ¿No queda en entredicho, como señalan algunos lectores, la credibilidad de EL PAÍS, cuando entran en colisión los intereses del grupo empresarial al que pertenece con una crítica independiente?

3. ¿Por qué no se ha publicado la carta abierta de Echevarría?

…estas son sus respuestas de Bassets :

1. “Resulta difícil sobreponerse al estupor que suscita la lectura de esta novela. Cuesta creer que, a estas alturas, se pueda escribir así’. Hago mías estas palabras con las que empezaba Echevarría su crítica, pero aplicada a lo que él escribe. No me parece razonable que en un diario de información general, que pretende hacer un servicio al mayor número posible de lectores, se ataque personalmente a un escritor y se haga utilizando además una forma tan cruel. (La versión original ni siquiera le ahorraba al autor una referencia despectiva a su competencia moral, frase que aceptó suprimir a sugerencia de la Redacción de Babelia). Creo que un diario como EL PAÍS es ecléctico y plural por definición en cuestiones estéticas, lo cual no significa que sus críticos no lleguen al fondo de las cosas ni tengan libertad para expresar sus reservas o su enmienda a la totalidad de una obra, independientemente de quién sea el editor. Su artículo contra Atxaga llevó a interrogarnos sobre el papel de este crítico y decidimos congelar por el momento su colaboración. Envió semanas más tarde una crítica cuya publicación fue aplazada. Entiendo que la dilación molestara a un crítico tan reconocido y valorado, y no tengo inconveniente en reconocer que podía y debía publicarse. Lamento de verdad que él mismo haya decidido dar por terminada su relación con el periódico. No ha habido censura. No ha habido despido ni rescisión por nuestra parte de una relación. Ha sido Echevarría quien la ha roto sin tantear ninguna otra posibilidad. ¿Ha habido limitación al derecho a la información y a la libertad de expresión? Creo sinceramente que no y que en este bloque de derechos y libertades se incluye el de los lectores a elegir el diario que quieren leer y por parte de las empresas periodísticas el de contratar los artículos que desean ver publicados en sus páginas”.

2. “Un periódico tiene la credibilidad que le dan sus lectores. Que la crítica está mediatizada por los intereses editoriales del grupo empresarial es una opinión que no comparto. Como mínimo expresada en estos términos”.

3. “No creo que una carta abierta dirigida a mí sea la forma más adecuada de resolver el conflicto. Cuando la recibí y pensé que sólo la había dirigido al periódico -al director, a Babelia y a mí mismo-, expresé mi deseo de verla publicada. Me convenció de lo contrario su divulgación inmediata y masiva en Internet sin conceder siquiera 24 horas al diario para su publicación. No creo que EL PAÍS deba prestarse como plataforma para una acción contra el propio diario”.

Son explicaciones que el director de EL PAÍS, Jesús Ceberio, “comparte y respalda de principio a fin”, al tiempo que subraya que “en modo alguno puede hablarse de censura, puesto que la crítica se publicó”. El pasado viernes, Ceberio reconoció haber gestionado “muy mal” este “conflicto”. Ante la inquietud del Comité de Redacción por la carta de más de un centenar de críticos, colaboradores y redactores de EL PAÍS -publicada ayer en Cartas al Director-, Ceberio lamentó que “este conflicto, que ya reconocí haber gestionado muy mal, dé pie a conclusiones que me parecen desmesuradas y que tratan de extender una sospecha general sobre el periódico. EL PAÍS lleva más de 28 años ejercitando la libertad de expresión y de crítica, como bien saben los firmantes de la carta que frecuentan sus páginas. Por encima de posibles errores, ése es un compromiso permanente de la dirección con los profesionales que hacen el periódico y con los lectores”.

Esta Defensora está de acuerdo en que el periódico tiene derecho a escoger los artículos que quiere publicar en sus páginas. El caso es que Echevarría había escrito, este mismo año, otras críticas en idéntico tono implacable. Y antes había fustigado con dureza a escritores de la talla de Javier Marías, sin que -como el propio crítico dice en su carta- hasta ahora eso hubiera sido “motivo de reprobación”. Echevarría también había criticado distintos libros de Alfaguara. Cuatro en este mismo año, entre ellos Delirio, de Laura Restrepo, último premio Alfaguara de Novela. Nunca hubo quejas de censura por parte del crítico, quien siempre escribió con absoluta libertad lo que creyó conveniente y así se publicó.

No se puede hablar, por tanto, de censura. Pero esta Defensora cree que más que una “muy mala gestión” de lo que la dirección asume como un “conflicto”, el desarrollo del mismo ha sido un auténtico disparate. No sólo debían haberse extremado todo tipo de precauciones para evitar el conflicto y las sospechas, sino que antes que nada debió de hablarse con Echevarría en vez de mantener silencio durante tres meses. Si, como ha asegurado Jesús Ceberio, la decisión no fue prescindir del mismo, “sino congelar la relación durante un tiempo”, parece de locos haber llegado a una situación que ha desembocado en la pérdida de un crítico de prestigio, y dado pie a graves repercusiones para la credibilidad del periódico.

La discusión que se podría plantear, a juicio de esta Defensora, es si ha existido conflicto de intereses, porque es cierto que dentro de los grandes conglomerados periodísticos existe siempre esa sospecha. Y consecuencias derivadas de ese conflicto.

El Libro de estilo señala que la mejor forma de evitar el conflicto de intereses “es la transparencia interna que este periódico se compromete a mantener”. Asimismo dice que, por encima de cualquier otro, prevalecerá el interés del lector; y añade que “en las informaciones relevantes de contenido económico o financiero referidas a cualquier empresa integrada o participada por el Grupo Prisa se hará constar que se trata del grupo editor de EL PAÍS”. En este caso, el Libro de estilo no ayuda a aclarar el problema planteado, porque publicar que la editorial pertenece al Grupo Prisa -que no se hizo- no hubiera resuelto nada. Esta Defensora cree que, de alguna forma, habría que establecer unos principios rotundos que, en casos de sospecha de conflicto de intereses por productos relacionados con el grupo empresarial, dejaran bien a resguardo la independencia de las informaciones, especialmente las críticas. Nada dudoso que pueda impedir, en palabras de Bassets, que los críticos de EL PAÍS no puedan llegar “al fondo de las cosas ni tengan libertad para expresar sus reservas o su enmienda a la totalidad de una obra, independientemente de quién sea el editor”.

Porque si los lectores están por encima de todo, es precisamente en casos como éste cuando el cuidado ha de ser exquisito. La credibilidad es difícil de alcanzar, pero se pierde con facilidad. Y ya se sabe que la mujer del César no sólo tiene que ser honrada, sino también parecerlo.


Ignacio Echevarría
[Cartas al director (El País, 20/12/2004)]

“Quiero expresar, en primer lugar, mi sorpresa por el hecho de que se pueda tratar por extenso el caso Echevarría, como lo llama la Defensora del Lector, sin darme voz alguna ni haber reproducido de ningún modo la carta abierta mandada por mí a Lluís Bassets con fecha del pasado día 9.
En sus declaraciones, el señor Bassets da a entender que soy yo quien ha roto unilateralmente las relaciones con el diario ‘sin tantear ninguna otra posibilidad’. ¿Le parece poco haberle escrito pidiéndole explicaciones, primero, y dejando pasar a continuación más de un mes a la espera de una respuesta que él prometió darme en el plazo de unos días? Usted mismo admite haber decidido unilateralmente ‘congelar’ su relación con un colaborador de modo indefinido, sin informarle en absoluto de ello. ¿No autoriza esto a hablar de ‘represalias’ contra ese colaborador, a quien se priva de un medio de sustento, aparte de callar su voz?
El señor Bassets (que, increíblemente, no duda en hacer suyas las palabras dichas por mí y que a él le parecen tan ofensivas) alude a una frase que yo acepté suprimir de mi reseña. Y dado que él mismo enjuicia esa frase creo que los lectores tienen derecho a conocerla. Decía así: ‘Ocasiones hay en que la indigencia narrativa admite ser tomada por indicio de incompetencia moral. …sta parece ser una de ellas’.
Me pregunto si no hay también ocasiones en que la indigencia periodística admite ser tomada, asimismo, por indicio de incompetencia moral”.


ENTREVISTA EXCLUSIVA CON IGNACIO ECHEVARRÍA
Pisar la raya
Nirma Acosta • La Habana

El pasado 4 de septiembre de 2004 apareció en Babelia una reseña del crítico literario Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) sobre la novela El hijo del acordeonista publicada por la editorial Alfaguara. Para el crítico, justo con la publicación de este texto comenzaron los “inconvenientes”, pues a partir de ahí sus trabajos empezaron a ser “retenidos” en la misma publicación donde ejerciera durante más de 14 años. A pesar de que el propio director de El País, Jesús Ceberio, asegurara, en suerte de irónica sentencia “en modo alguno puede hablarse de censura”; una vez más quedaron expuestos los caminos que transita la política editorial del periódico, insertado junto a Alfaguara en el conglomerado mediático PRISA. La experiencia de Ignacio Echevarría motivó este diálogo y reveló, entre otros temas, las condiciones bajo las que se ejerce la crítica en los medios españoles.

En el camino hacia convertirse en uno de los críticos literarios más importantes de España, se ha encontrado seguramente con diversos estilos y modos de hacer Literatura. ¿Cómo valora Ud. el panorama actual de la Literatura española?
Eso de "uno de los críticos literarios más importantes de España" suena muy halagador, pero en el fondo es como decir nada, o peor todavía: es como invocar uno de esos records absurdos en que la excelencia no entraña ningún mérito, como, por ejemplo, el de lavarse los dientes con más frecuencia que nadie. En España, partamos de allí, apenas hay crítica literaria propiamente dicha, al menos en la prensa, de modo que —a poco que uno se lo tome con alguna seriedad, lo cual ya es mucho decir— no es difícil destacar en este oficio dudoso y más bien residual. Esto tiene que ver con el estado actual de la literatura española, que ofrece un panorama ecléctico y desarticulado, sin apenas contrastes, consecuencia de la nivelación de todos los valores en la que insiste machaconamente la industria cultural, que un día lanza a bombo y platillo a un autor como Juan Marsé o como Javier Marías, y al día siguiente lo hace con Arturo Pérez Reverte o Pedro Luis Zafón, y esa misma tarde con Zoé Valdés o Lucía Etxebarría. Todo pasa por ser literatura, sin más, sin graduación de valor. Y el resultado es un paisaje confortablemente anodino, como un campo de golf.

Hablando en términos de cultura en la más amplia acepción de la palabra, ¿qué saldo nos legará el hecho de que sean los intereses comerciales los que estén imponiendo gustos y estéticas?
Demos la vuelta a su planteamiento y digamos que el hecho de que sean los intereses comerciales los que estén imponiendo gustos y estéticas es el saldo que nos ha legado la inoperancia de la crítica, consecuencia, a su vez, de la deserción de la clase intelectual y el consiguiente abandono de sus órganos y de su representatividad a los agentes de la industria cultural, a cuyo campo se han pasado algunos por venalidad, otros por desesperación, o por cobardía, o por pereza.

En un mundo donde se publican cientos de miles de libros cada día, ¿cuál debe ser el papel del crítico literario?
En teoría, esa concurrencia de libros y más libros debería traducirse en una mayor relevancia de la crítica y de su función orientadora. Pero los intereses de la industria cultural conspiran en contra de esta relevancia, con el fin de que el papel del crítico literario lo asuma la publicidad. Siendo así, al crítico, que juega en inferioridad de condiciones, no le queda otro recurso que convertirse él mismo en un publicista y emplear las técnicas de la publicidad —es decir, la contundencia, el ingenio, la agresividad, la capacidad de acuñar consignas— para promover aquello mismo de lo que la publicidad misma no deja de ser un perverso simulacro: el sistema de valores en función del cual el propio crítico articula su lectura. En la medida en que, en esta tarea, se enfrenta a dificultades crecientes, buena parte de la energía del crítico, sin embargo, ha de consumirse en velar por la propia supervivencia de su oficio y cuanto comporta.

Constantino Bértolo afirma en su artículo “La muerte del crítico. Prisa contra Prisa": “el crítico cruzó la linde de una propiedad que no se puede franquear impunemente. Echevarría abrió la ventana, dejó entrar la luz y señaló con el dedo". ¿Esperaba Ud. que le cortaran ese dedo, al decir del propio Bértolo? ¿Era consciente de las fronteras que estaba transgrediendo, así como de las posibles consecuencias tratándose de Prisa y de un medio como El País?
Ya en otro lugar he dejado dicho que la crítica, en cuanto género periodístico, sobrevive por virtud de las cuotas de credibilidad y de decoro que los grandes medios se sienten obligados a pagar para mantener su influencia. Así es a tal punto que las posibilidades de una crítica independiente son proporcionales al importe de la cuota que el medio en cuestión está dispuesto a pagar para asegurar esa credibilidad. Ese importe fijaría los límites en el que se desenvuelve la tarea del crítico. Este no puede dejar de reconocerlos, y deberá trabajar precisamente en esos límites; no dentro, sino en la raya misma de esos límites, que la actuación del crítico, si es comprometida y rigurosa, contribuirá a tensar y, acaso, a dilatar, dado que el reconocimiento de los propios límites no supone ni mucho menos su aceptación. Así las cosas, circunstancias que determinaron mi "cese" como colaborador del diario El País no venían dadas desde siempre, ni mucho menos, sino que son producto de la rebaja de las cuotas de credibilidad y de decoro que, de un tiempo a esta parte, el periódico se siente impelido a satisfacer. Esa rebaja es consecuencia, sin duda, del exceso de confianza que al periódico le inspira su aplastante hegemonía, y se viene traduciendo, entre otras cosas, en un estrechamiento progresivo de los límites que dentro del periódico se conceden a la crítica más o menos independiente. Quien durante años, como yo, había trabajado en esos límites, despertó un buen día fuera de ellos. Pero no por haberlos roto o temerariamente atravesado, sino porque esos límites habían reducido su círculo, y dejaban fuera a quien acampaba en sus lindes.
Dicho esto, el artículo de Constantino Bértolo ofrece, en clave política, un excelente análisis —el más perspicaz de cuantos se han hecho— de la situación, y nada tengo que objetar a lo que dice. Solo puedo añadir que sí, que yo era consciente de estar jugando un juego peligroso, si bien lo jugué desde la confianza de que podía salir, una vez más, ileso. Perder, en cualquier caso, ya sea un dedo o un puesto de trabajo, es el riesgo de actuar en los límites. Pero no cabe duda de que de otro modo no vale la pena actuar.

¿Cuáles han sido las consecuencias, en lo profesional y en lo personal, de su “caso", teniendo en cuenta consensos, diferencias y aclaraciones?
En lo personal está muy claro: he dejado de colaborar con El País y con ello he puesto término a una actividad desarrollada con entusiasmo y con pasión, pero también con dudas y con escrúpulos, a lo largo de quince años. En un plano más amplio, mi "carta abierta" y la cadena de reacciones que desató pienso que quizás hayan contribuido a poner en evidencia la situación cada vez más precaria en que la crítica misma sobrevive en la prensa española. No cabe ser muy optimista al respecto, pero hay motivos para esperar que ello sirva para cobrar conciencia del estado de las cosas y, a partir de ahí, se ensanche la posibilidad de que alguna vez cambien.
¿Puede un periódico como El País defender criterios culturales por sobre intereses comerciales y políticos?
Puede, por supuesto. Y debe. Otra cosa es que finalmente no lo haga, por razones precisamente comerciales y políticas.

Es posible el papel de la crítica y del crítico en los medios españoles de la actualidad. ¿Bajo qué condiciones?
Es posible, claro. Bajo condiciones, eso sí, de extrema vigilancia, y dentro de unos límites cada vez más estrechos, en competencia cada vez más desigual con la presión de la publicidad. Lo cual hace la tarea del crítico cada vez más difícil. Todo su arte consistirá entonces —como en los regímenes sometidos a censura— en sortear esos límites, o en hacerlos polémicamente palpables.

Usted ha asegurado: "la industria cultural usurpa su lugar a la cultura propiamente dicha". ¿Será ese el futuro de la cultura en España?
En España y me temo que en todas partes. Como me temo que, allí donde, excepcionalmente, eso no esté ocurriendo, como por ejemplo en Cuba, haya que lidiar entonces con el dirigismo cultural, poco amigo asimismo de la crítica.



LA MUERTE DEL CRÍTICO
Prisa contra Prisa
Constantino Bértolo • España


En la tradición humanista y romántica sobre la que siguen descansando nuestras cartografías culturales, la lectura de las obras literarias se considera como una especie de diálogo de intimidades en el que la vida interior del lector entra en contacto directo con las verdades superiores que el texto del autor encarna. Y da igual que Marx, Nietzsche o Freud hayan desmontado los supuestos básicos de tan espiritual actividad. A la hora de la verdad – de expresar la verdad que un texto encierra- la mayoría de los intérpretes se acogen a esta partitura incorporando si acaso unas notas de existencialismo más o menos rebelde según sea su actitud de mayor o menor rechazo a los modos de vida dominantes o unos toques de fascinación por la metaliteratura y las simetrías borgianas. Desde esta consideración de baile de almas es fácil entender la general sospecha que recae sobre la figura del crítico en cuanto que éste no dejaría de ser un “entrometido” molesto que con su presencia interrumpe tan sublime coyunda entre el “ser libre” del lector y el “quehacer libre” del autor. El único crítico aceptable en tal tradición sería aquel que limitase su presencia a bendecir (bien decir), ensalzar y levantar acta de tales esponsales al modo de los sacerdotes católicos en el sacramento del matrimonio. Cualquier otro crítico que por allí aparezca con distinta pretensión será acusado implícita o explícitamente de arribista, impostor, eunuco o monaguillo. Parásito intelectual viviendo siempre a la sombra de las propinas que los padrinos de la boda tengan a bien concederle.

De los críticos y según fuere su pretensión podríamos distinguir tres clases, categorías o escuelas: catadores, guardianes y tribunos. Los primeros pretenden tan sólo dar cuenta de su gusto y como tales no argumentan sino que enumeran y describen sensaciones e impresiones. Dado que el gusto no es en realidad tan personal como se creen estos críticos suelen traducir, arropar y reafirmar con mayor o menor capacidad expresiva el gusto dominante. Es el tipo de crítico que se define y delata cuando usa expresiones como “me sumerjo en el texto”, “dejo que el texto me invada”, “me enfrento sin prejuicios al texto” y su tropa constituye el grueso de la palestra crítica en nuestros retablos literarios.

Los guardianes son más escasos. La fuente de legitimidad de la que se reclaman es la Literatura (con mayúsculas), y su tarea vendría marcada por la obligación de mantener el alto nivel de exigencia señalado por las mejores obras y autores de la literatura universal. Su vara de medir sería la excelencia y ésta a su vez vendría determinada por los logros formales, éticos y estéticos que la propia historia literaria ha venido determinando ya sea a modo de canon o de paradigma. El crítico guardián o “custodio” en términos de Musil, no hablaría desde su gusto sino desde un criterio que se quiere impersonal y endógeno en cuanto que sería la propia literatura la que construye la autoridad, la competencia, el código y la sentencia. Alcanzar la categoría de "guardián de la pureza" requiere conocimiento del campo, de la historia de la literatura, y un bagaje técnico - vía estilística, estructuralismo o teoría literaria - a la altura del empeño. La reunión de estas cualidades hace que su número sea escaso y aún cuando su extrema escasez los hace deseables, sus conflictos con los medios (su sentido de la exigencia suele chocar con la conveniencia informativa) los convierte en una especie en vías de extinción. Se les reconoce fácilmente por su recurso a un lenguaje objetivo, rotundo, sólido y un tanto categórico, en el que aparecen, a modo de certificados de autoridad, citas y referencias de autores, obras y críticos contrastados.

La categoría que denominamos tribunos, en clara relación con los "tribunos de la plebe" de la antigua Roma, ha desaparecido de nuestro espacio literario. El tribuno juzga aquello que se hace público (y la literatura es discurso público) y lo relaciona con el bien común, con lo que es o sería bueno para la salud de la sociedad – salud semántica, salud narrativa, salud poética - y por lo tanto evalúa y juzga desde esa perspectiva la salud literaria de las obras que se ofertan. El tribuno encarnaría la defensa de los valores de la comunidad, entendiendo por ésta la agrupación de ciudadanos alrededor de un proyecto de convivencia basado en el bien común. Se siente legitimado y responsable ante la "polis" y por eso su crítica es, en el sentido aristotélico del término, una crítica política. No trasvasa o solapa – ése es su riesgo y acaso su tentación- lo político a lo literario sino que encuadra los textos literarios en el contexto inevitable y general de ese vivir en común donde los textos se producen, circulan y consumen. Su legitimidad descansa en lo "público" y su juicio tiene como objeto el uso público que los autores hagan de la lengua en cuanto patrimonio colectivo que no sólo contiene palabras o reglas gramaticales sino también, y muy especialmente, el conjunto de historias, temas e imaginarios con los que la sociedad se construye y reconoce. La Sintaxis y la Poética del convivir.

En sociedades complejas como las nuestras, atravesadas y constituidas por la lucha de clases y en donde el bien común es un concepto en disputa, el tribuno opta por éste, ése o aquél entendimiento y desde esa elección opera, critica. El crítico como tribuno requiere, como todos, una tribuna y por tanto precisa que en el dinamismo social coexistan con relevancia, es decir, poder y capacidad de expresión real, opciones distintas sobre el qué sea el bien común. Cuando determinadas instancias secuestran de manera hegemónica la idea sobre ese bien común o monopolizan los medios de producción y expresión que concurren para su construcción, el tribuno no tiene espacio, es decir, se asfixia y se extingue.

Estas tres categorías en la práctica cotidiana, es decir, en el mundo de las revistas y suplementos literarios, aparecen con perfiles confusos, de faena de aliño, con ecos de patio de vecindad. Rasgos de cada uno de ellos se cruzan y entrecruzan y no faltan ejemplos del catador que cita a Steiner a troche y moche ni del guardián que se deja llevar por la exaltación lírica, ni de falsos tribunos que confunden lo político con las buenas intenciones de izquierda. En la realidad de nuestro campo literario tal y como hemos venido comentando sobreabundan los críticos impresionistas, los guardianes son escasos y los tribunos no aparecen ni siquiera en aquellas instancias periodísticas que ligadas en mayor o menor grado a ideologías políticamente enfrentadas o incómodas para el sistema (por ejemplo Gara – al menos en las páginas escritas en castellano-, Mundo Obrero, A Nosa Terra, Le Monde Diplomatique) reproducen en sus páginas literarias criterios de juicio de corte impresionista en donde el humanismo difuso, la autocelebración y la rebeldía existencialista cuando no la banalidad metaliteraria aparecen como paradigmas de la excelencia. Con esta composición no es extrañar que la crítica literaria en nuestra geografía aparezca como una acomodada institución mercantil que en su mejor versión expende certificados de homologación y en su peor papel –el más abundante- se limita a realizar trabajos de publicidad más o menos encubierta bajo su “noble” apariencia de actividad “estética e independiente”. Una actividad “feliz” sólo alterada muy superficialmente por las pequeñas envidias, resquemores, odios, manías y rencores que la lucha por el prestigio y los estipendios produce, diríase, de manera natural.

Mas de pronto esta arcadia feliz se altera y la “ natural” normalidad se rompe y viene abajo cuando a modo de carta abierta a la comunidad literaria el crítico Ignacio Echevarría abre una ventana, deja entrar la luz y señala con el dedo. Veamos la historia: El sábado 4 de Septiembre, en pleno reinicio de la temporada literaria aparece en Babelia, el suplemento literario de El País (suplemento que inmerecida o merecidamente continúa siendo la publicación referencial del espacio literario en lengua castellana a uno y otro lado del Atlántico) una reseña del crítico Ignacio Echevarría ( crítico que inmerecida o merecidamente ocupa una posición referencial en lo que atañe a la narrativa en lengua castellana) sobre la versión en castellano de la última novela, El hijo del acordeonista, del escritor euskaldún Bernardo Atxaga (que inmerecida o merecidamente ocupa una posición referencial en la literatura actual en euskara). La reseña contiene una descalificación rotunda y contundente de la novela en base a dos argumentos que en el espacio de la reseña se despliegan entrelazándose: una escritura blanda para una visión blanda de la conflictiva realidad vasca, entendiendo por blando en este contexto aquella cualidad que tiende a teñir de suavidad lo áspero y a travestir de esencia las sustancias concretas haciendo sobreactuar lo idílico: la fusión/confusión de contrarios, en detrimento de lo conflictivo: el enfrentamiento dialéctico. Juicio al que la reseña llega desarrollando, dentro de los límites del género, las necesarias pruebas, ejemplos y considerandos. Se trata de una crítica personal – como no podía ser menos – pero su calificación ya de subjetiva ya de objetiva dependerá finalmente de la ponderación que los lectores de la crítica concedan a la solidez, oportunidad, adecuación y suficiencia de esas pruebas y argumentos sobre los que se asientan tales conclusiones. Ponderación que si en principio parecería exigir a su vez una lectura propia y personal de la novela a fin de tener argumentos “de primera mano”, en la práctica cotidiana se disculpa tal posible exigencia por la misma razón que juzgamos una sentencia aun desconociendo la totalidad del sumario. Pero nada más recomendable que leer la novela si se quiere intervenir con más propiedad en el debate. Desde el interior del propio periódico y “dejando aparte mi juicio sobre la novela” según le comunicó el responsable de Opinión al crítico, la reseña fue calificada de manera estentórea de arma de destrucción masiva con los consiguientes efectos centrales y colaterales que hoy conocemos.

Pero malamente se entendería el alcance de la crítica de Echevarría si se olvidaran las circunstancias nada circunstanciales que conforman el contexto: el hecho de que la versión al castellano del libro de Atxaga aparezca en la editorial Alfaguara perteneciente al mismo grupo empresarial que el periódico donde se hospeda el suplemento; el hecho de que con esta edición el grupo empresarial merced a un importante adelanto incorporaba a su órbita al escritor- símbolo de la cultura vasca (en el cuerpo central del colorín dominical de ese mismo fin de semana el mencionado diario independiente de la mañana desplegaba a todo color y paisaje pastel la colaboración estrella del recién fichado) , y el hecho nada baladí de que la línea política de ese importante grupo empresarial y mediático venía y viene proponiendo, al menos desde las últimas elecciones autonómicas, una vía o estrategia de salida al conflicto armado que implicaría su reinterpretación –discutible en todo caso y con la que el crítico evidentemente discrepa- en clave de su entendimiento como indeseada secuela psicológica o política de la guerra civil española. Estrategia que al parecer la empresa compartiría con fuerzas políticas como el PSOE, el mismo partido que durante lustros se ha olvidado de que el túnel sin salida se cegó, en buena parte y entre otros momentos, aquel día en plena transición desde la dictadura a la Constitución del 78 en que los representantes de la Platajunta entraron a dialogar con el Presidente Suárez en base a un programa de nueve puntos y salieron con un acuerdo sobre siete que dejó en el camino - nadie ha contado a cambio de qué- el punto referido a la reivindicación por parte de las fuerzas democráticas del derecho de autodeterminación de los que entonces se llamaban los pueblos ibéricos. Estrategia, nuevo horizonte o nuevo talante histórico que la novela y el propio y nada desdeñable capital simbólico del autor legitimarían al menos implícitamente.

A partir del momento de la aparición de la reseña se producen distintas reacciones en diferentes ámbitos y con distintos registros, ocultas algunas de ellas hasta el momento en que la carta abierta del crítico las pone encima de la mesa. Por un lado el periódico desplegaría un espectacular “desagravio de papel” que en sí mismo ya suponía una fuerte desautorización del crítico. Por otro, congelaba – “retenía” – sus colaboraciones sin explicaciones previas y “ad calendas graecas” en lo que suponía un verdadero acto de censura. Finalmente convendría destacar que si bien el procedimiento de reprobación y castigo permanecía en el ámbito interno de la empresa, a nivel público era obvio que el expediente de “separación de empleo” era un hecho con efectos notorios sin que ello pusiese en marcha movimientos de apoyo o denuncia entre los actores del campo literario salvo contadísimas excepciones. Muy al contrario, en diversos medios culturales de Euskadi se abundó en la descalificación “ad hominem” del crítico achacándole ideas parafascistas (extrañamente aplicadas a quien pocas semanas antes acababa de respaldar a fondo y elogiar muy positivamente la novela El vano ayer de Isaac Rosa como uno de los mejores logros de la narrativa actual en razón a su coherencia y coraje progresista) o torvas intenciones conspirativas, coincidiendo así, en su indignación y condena, con los gestores de los intereses mediáticos, políticos y empresariales del grupo Prisa. Más sorprendente resulta tal coincidencia si se toma en cuenta que dejando aparte cuáles sean las simpatías y posiciones políticas del ciudadano Bernardo Atxaga, la mirada pastoral e idílica que el crítico achaca con razón, a nuestro entender, al texto, ciertamente no deja que por ningún lado asome en la novela ni la lucha de clases ni el depredador desarrollo de las fuerzas productivas externas o internas ni cualquier otro elemento que permita señalar, en la representación que la narración nos ofrece de Obaba en cuanto espejo del Euskadi, una mínima visión de izquierdas salvo que, como en efecto sucede, cualquier denuncia del fascismo pasado o presente otorgue a cualquiera patente de izquierda.

En mi opinión, es la suma de estas tres circunstancias “agravantes” lo que provoca la explosión de ese arma de destrucción masiva – esta sí- que los empresarios y sus capataces poseen en sus arsenales y no dudan en utilizar cuando su territorio se ve seriamente amenazado o contrariado: el despido, el poder de decidir, de facto, conceder o retirar el derecho al trabajo que usurpan desde su posición de detentadores de la propiedad privada de los medios de producción. El problema de Ignacio Echevarria como crítico no fue, como bien argumenta en su carta, el tono contundente de su reseña, al fin y al cabo coherente con su trayectoria y su merecida condición de crítico “guardián”, pues aunque en ocasiones pudiese resultar molesto para el periódico, tal incomodidad se veía compensada por la alta dosis de credibilidad y prestigio que con su tarea transfería al medio. Ni siquiera creo que haya que buscar las razones del despido – pues de un despido por “silencio administrativo” se trata- en el choque de intereses internos que hacen que la empresa se vea en la tesitura de ser juez y parte y víctima y verdugo de sí misma pues las contradicciones externas, como la doble moral en el político, pueden fácilmente rentabilizarse, gozan de excelente prensa (la propia y ajena) y en cualquier caso los posibles daños siempre se pueden reparar. Tampoco entiendo como casus belli el hecho de que el crítico transparente determinada posición política respecto al conflicto armado en Euskadi pues en el propio periódico se han venido haciendo públicas posturas divergentes al respecto. Lo intolerable, lo que les ha parecido intolerable a los propietarios de los medios de producción y expresión de las palabras de la tribu es que el guardián de la exigencia literaria abandone su parcela, ese “sacro y autónomo terreno de lo estético”, saque los pies del tiesto y se atreva, llevado por su rigor crítico o por su mera condición de ciudadano, a meterse en el papel y en los territorios del tribuno que denuncia lo que desde su opinión entiende como un discurso narrativo peligroso para la salud moral y política de la comunidad. Lo que no toleran es que nadie les arrebate el usufructo de las palabras e historias colectivas. Al fin y al cabo ellos son los que invierten en la Bolsa de los significados y de ellos, por tanto, deben ser los dividendos semánticos. El crítico cruzó la linde de una propiedad que no se puede franquear impunemente.

Decíamos que Echevarría abrió la ventana, dejó entrar la luz y señaló con el dedo. E indudablemente pasó lo que tenía que pasar: que se lo cortaron. Pero también pasó lo que no siempre pasa: que dio tiempo a mirar y descubrir lo que el dedo señalaba: que sólo haciéndonos creer que somos libres consiguen que sigamos siendo sus esclavos. Porque en la crítica, como en el capitalismo, la libertad no deja de presentarse como un malentendido. Y es que si la lectura carga con la ilusión de ser diálogo de intimidades, la crítica, contra lo que generalmente se piensa, no es una instancia mediadora entre el escritor y los lectores. Ese espacio, en las actuales economías de mercado, corresponde a los editores, cuyo trabajo consiste en proponer a la comunidad o mercado aquellas lecturas que en su opinión - criterio- puedan satisfacer sus deseos, necesidades o expectativas que, a su vez, los medios de producción de deseos, necesidades y expectativas han puesto en circulación. El crítico analiza y valora esas propuestas y su trabajo le sitúa así entre la edición y los consumidores de libros. La práctica es engañosa y tiende a hacernos pensar que los críticos hablan del trabajo de los escritores o de los escritores cuando en realidad están hablando de propuestas editoriales. Sería bueno que los escritores entendiesen que la crítica no tiene como objeto sus obras en cuanto pertenecientes a su privacidad sino y sólo en tanto pasan por la decisión editorial de hacerlas públicas. Sería bueno que los escritores “agraviados” por la crítica del crítico entendiesen que la crítica habla de un texto y del autor del texto “solo y en tanto” productor del texto. Y sería especialmente conveniente, para no llevarse a engaño o desengaño, que los críticos también entendiesen que su trabajo empieza y acaba en las instancias de la economía política dentro de las cuales no dejan de ser operarios semánticos, mejor o peor cualificados, y demandados con mayor o menor intensidad no por los lectores sino por sus empleadores reales: los medios de comunicación que son los que arriendan sus servicios. Y las editoriales, por mucho que se presenten o quieran verse a sí mismas como instancias generadoras de Cultura (con Mayúsculas) no pueden dejar de ser, en última instancia y casi siempre en primera, un poder económico - grande, mediano o pequeño - con capacidad de intervenir en lo público, pues no otra cosa es la tarea de "publicar", pero con la inevitable necesidad de participar en el juego económico. La labor del crítico consiste en juzgar desde sus propios criterios, si los tiene, la conveniencia o no de esa publicación para la salud semántica de su comunidad (y lo que puede ser saludable para una comunidad puede no serlo para otra) pero en sentido estricto -y el caso Atxaga es prueba evidente- tampoco recae en ellos, en cuanto personas privadas, esa capacidad pues son los medios que hacen "públicas" las críticas los que realmente intervienen en el debate. En el artículo aparecido en la sección de La defensora del lector, a propósito del escándalo, Lluis Bassets, responsable de Opinión y del suplemento Babelia, no duda en dejarlo claro al hablar del derecho de las empresas periodísticas a “contratar los artículos que deseen ver publicados en sus páginas” (aunque no aclara si tienen derecho a no publicar a aquellos artículos ya contratados pero que les parezcan inoportunos por las razones – sus razones – que sean). Más claro imposible. Y el mismo ejecutivo deja ver que la libertad de expresión del crítico se refiere al terreno de “las cuestiones estéticas”, abundando así en nuestra sospecha de que fue el paso de “guardián” a “tribuno” lo que provocó la reacción de los responsables del periódico.

Desde esta perspectiva, más impersonal y menos psicológica, la crítica es en realidad un diálogo entre dos poderes económicos que como tales poderes quieren y necesitan trasladar su influencia al ámbito cultural. Porque ahí es donde el responsable de Babelia se equivoca al pensar que su derecho a publicar puede fundamentarse en el deseo de “contratar los artículos que deseen ver publicados en sus páginas”. Ninguna empresa capitalista puede obviar que su actividad se desarrolla en una esfera donde la confianza social es necesaria y más si esa empresa se mueve en los ámbitos de la comunicación y la cultura. Una empresa está obligada a mantener los buenos modales, la apariencia de que el juego de deberes y derechos es el mismo para todos porque, si no lo hace, la base del comercio – el contrato entre iguales- se viene abajo. De ahí que la defensora del lector recuerde a sus jefes que la mujer del Cesar no sólo debe ser honrada sino parecerlo. No en vano la moneda es un ente fiduciario. Y evidentemente y como el Director del periódico reconoce, algo han manejado mal a ese respecto. El ejercicio de la propiedad en sociedades complejas tiene sus límites. E Ignacio Echevarría, a costa de perder sin duda un dedo, ha venido a plantearlo. Y los abajo firmantes, Rafael Conte y Ferlosio y Vargas Llosa y Eduardo Mendoza y Javier Marías y Francisco Rico y Jorge Herralde y tantos otros han venido a recordárselo: queremos seguir sintiéndonos libres y no queremos que nadie de los nuestros se vea obligado a poner el dedo en la llaga. Puestas así las cosas, esta historia parece terminar como las películas norteamericanas que tratan de algún caso de corrupción: las personas pueden fallar (manejar mal el asunto) pero el sistema de libertades funciona (los intelectuales una vez más han puesto al capital en su sitio y la empresa, vía defensora del lector niega la mayor – la censura- pero acepta la menor: la torpe gestión).

El tribuno que no existe ve esta película y se queda pensativo: articula el argumento, analiza a los personajes, relee los diálogos, contextualiza los enunciados, criba los adjetivos e interpreta finalmente que esta historia nada tiene que ver con finales felices: no está contando que haya un capitalismo bueno y un capitalismo malo sino todo lo contrario: que el desarrollo del capitalismo en esta fase de expansión y acumulación acelerada está provocando, entre otros fenómenos, que las empresas, llevadas por la inevitable lógica de la competencia y la reproducción, necesiten controlar no solo la producción sino la circulación, la distribución y el consumo, lo que puede dar lugar a episodios de sinergias negativas como es el caso. Sucede que la burguesía, cuya razón de ser es vender y vender con beneficio, está obligada a acabar con toda excepción ya sea cultural ya sea laboral y si tiene que morderse a si misma, se muerde. Asistimos a una historia empresarial, PRISA contra PRISA en este caso, pero vale para cualquier otro, que pone en evidencia que en caso de conflicto entre beneficio y legitimidad, por mucho que nos desgarremos las ropas en aras de la cultura, la solución del sistema consiste en hacer del beneficio la única fuente de legitimidad. El tribuno que no existe, mientras llega al ágora, piensa que con estas condiciones objetivas poco espacio parece quedar para el criterio y las libertades individuales del crítico. Poco, muy poco, pero sin duda el suficiente para que unos pierdan su dignidad y otros la defiendan y mantengan. Y nos recuerda que frente al pesimismo de la razón permanece el “non serviam” de la voluntad. Se trata de organizarla, dice, y acaso alguien le reproche que ese decir ultimo no estaba en la película.

Lo que no entiendo es por qué publicaron la crítica pudiendo no hacerlo. A ver si me explico. Aquí hay una doble responsabilidad: el firmante se hace responsable de lo que escribe, pero no del hecho de que eso se publique. Eso ya no es una decisión suya, sino, supongo, del coordinador de Babelia o del propio director adjunto. Por tanto, es a ellos a quienes hay que echar, ya que no cumplieron la labor de velar por los intereses del grupo empresarial. A Echevarría se le podría haber despedido si hubiese infringido sus obligaciones de crítico: por ejemplo, al escribir una reseña de un libro no leído

No tiene justificación que desde Babelia se prefiera "controlar en la medida de sus fuerzas, el mundo de la cultura y favorecer a sus empresas" porque Babelia no se vende como una publicación del grupo Prisa, sino como una revista de crítica literaria independiente. Todos sabemos de que pie cojean los principales medios, pero de ahí a que se despida a un trabajador por hacer una crítica negativa de un libro me parece algo exagerado (curiosamente ese libro fue defendido como obra maestra en el ABC pocos días antes o después) y más que un toque de atención al resto de redactores.

Bueno, siempre nos quedara internet.

La línea de Babelia, sectaria, es la que es. Prefieren controlar en la medida de sus fuerzas, el mundo de la cultura y favorecer a sus empresas. A I. Echevarría le ha gustado siempre ser una especie de azote de escritores como si quisiera revivir los paliques de Alas. Hace unos cuantos años la lió igual de bien cuando censuró una novela de R. Chirbes y salió servilmente Muñoz Molina a defenderlo. A él le gusta observar la tarea del crítico literario como un custodio feroz de una llama sagrada y eso le honra, al menos en mi opinión. Lo suyo es lo que de arte tiene un libro, no su marketing. Pertenece a una tradición benjaminiana de crítica cultural y de un modo de ver la novela que va de V. Wolf a Th. Bernhard. Hay demasiada crítica literaria de todo a 100 que van vendiendo obras maestras como los periodistas deportivos venden partidos del siglo. Para mí Echeverría era casi la única excusa para leer el Babelia que siempre ha sido un suplemento lamentablemente mediocre a pesar de los esfuerzos y limpiezas de cara de los últimos años.

Thursday, August 03, 2006

GREGORIO MARTÍNEZ / OVIEDO: OTRA HISTORIA DE SABOTAJES

Oviedo: crítico fantástico
(Gregorio Martinez)

José Miguel Oviedo sostiene, en artículo publicado en Perú.21, que "cuando las polémicas surgen de un planteamiento erróneo, no sirven sino para envenenar el medio intelectual". Me ruboriza la pureza arcaica de Oviedo y su referencia a los coletazos y a la reyerta de escritores que ha dejado atrás el congreso realizado en Madrid. Siento vergüenza por su fácil y cómodo cinismo. Quizás cinismo sea demasiado. Por su descaro sería más concordante. Si Oviedo buscara "desahuevina" en Google, al instante recibiría la dosis que le corresponde, su trozo de post modernidad.
Y qué feudal el pensamiento de Oviedo. Que Peisa publicó a Miguel Gutiérrez gracias a la recomendación de un regio. Un libro, maese Oviedo, es mercancía desde cuando lo hacían a pulso los monjes benedictinos en Monte Cassino, antes que naciera la imprenta, la modernidad y el capitalismo. Oviedo, todavía medieval, imita tarde a Cervantes, que le dedicó El Quijote al duque de Béjar. Bien podría tomar lección actual de Pietro Aretino, antifeudal, que le dedicó Sonetos lujuriosos a su propia pichula.
Tarde conocí a Oviedo. Nunca en Lima, ni siquiera de vista. Fue en Washington D.C., en una exposición del pintor Fernando de Szyszlo. Oviedo no había ido por amor al arte sino porque en tal evento se empezó a cocinar, en Estados Unidos, la candidatura presidencial de Mario Vargas Llosa, también presente en el acto y muy efusivo con cada quien.
A Oviedo le vi cara de espanto. Soy feo, pero no es para tanto. Verdaderas bellezas me han seducido y noqueado sin remedio en el ring de las cuatro perillas. Bueno, reconozco que el cronopio Alfredo Portal me llama "Upercut" Martínez. Y una vez entré al Hospital Militar, en Lima, donde César Lévano estaba preso, incomunicado y enfermo, solo con decirles a los guardias armados: Soy el coronel Martínez.
Que Oviedo no me conociera ni en pintura, eso no fue óbice para que escribiera solapa (eso creía él) un articulo de malaleche contra mi primera novela, Canto de sirena. No lo publicó en Lima. Se trataba de meter veneno con premeditación. Oviedo calculó bien en dónde ese torpedo podría surtir efecto. "Crítica al sesgo", de título dudoso, apareció en una revista académica de México.
Sospecho que el malestar de Oviedo a causa de mi escritura comenzó cuando vio que en los coloquios sobre literatura de América Latina algunos especialistas presentaban ponencias en torno a las dos obras que tenía publicadas. En especial Dick Gerdes, el traductor al inglés de Un mundo para Julius.
Algo más, hasta la fecha el artículo de Oviedo no aparece en ninguna bibliografía. Sigue soterrado. Si lo registra el libro de Milagros Carazas, Orgía lingüística de Gregorio Martínez, 1998, es porque yo se lo alcancé. Incluso la obra de Blas Puente, Poética narrativa en Canto de sirena, publicada por Peter Lang en Nueva York, 2004, no lo consigna.
Fue para cortar el brote de un escritor diferente que Oviedo escribió "Crítica al sesgo". Nadie iba a enterarse en el Perú. En cambio, muchos profesores en Estados Unidos iban a recibir la revista con el artículo socavador. Así llegó a manos del peruanista alemán Wolfgang Lutching, especialista en Ribeyro. Lutching, que no era un desprevenido, de inmediato le envió copia a Carlos Milla Batres.
Dicho texto de Oviedo esta plagado de mentiras. Dice que soy un autor sin oficio, aislado del mundo literario. Que Canto de sirena apenas había despertado cierta curiosidad en Lima. Remata con la afirmación de que se trata de una obra frustrada que ni siquiera llega a ser novela. Había sentenciado el pontífice.
Todo al revés. Conocí la literatura en el bar Palermo. Ocurre que por angas y por mangas vengo de culturas ágrafas (quechua y afro). Mi único antecedente literario es por el parcial ancestro chino de mi madre. Por curiosidad había leído de niño al mallorquí Ramón Llull del siglo XIII, al iqueño Gustavo Pineda, fragmentos de Ciro Alegría, Arguedas, El Quijote. Nilo Espinoza fue el primero que me habló de Ulises de James Joyce cuando nos conocimos en el bar Palermo. Andrés Cloud me mostró lo que era un monólogo interior. Después, en el Grupo Narración, me embarqué en un aprendizaje con Augusto Higa, Antonio Galvez Ronceros, Miguel Gutiérrez.

Por otro lado, el crítico y editor francés Maurice Nadeau, el célebre autor de Historia del surrealismo, había adquirido los derechos de Canto de sirena. Nadeau era un editor pobre, pero inigualable. Entre sus pocos autores figuraban Robert Musil, Witold Gombrowicz, Malcolm Lowry, J.M.Coetzee, aún desconocido, y otros raros. Mientras Oviedo le negaba todo mérito a “Canto de sirena”, Alberto Escobar asesoraba a la traductora Sylvie Koller.
En el mismo periodo, sin conocerme, el famoso historiador Ruggiero Romano, maestro de Alberto Flores Galindo, Manuel Burga, Germán Peralta, le echó el ojo a Canto de sirena y le pasó el dato a Editorial Einaudi de Italia. Pese a la cortina de humo tendida por Oviedo, Ruggiero Romano llegó a Lima. Nos reunimos en el bar del Hotel Crillón. El prestigioso maestro no se aguantó. Se levantó de la mesa y fue a ponerle un cable a Einaudi a través del telex del Hotel Crillón.

Tiempo después, la actitud de Oviedo fue imitada por Mirko Lauer. Culeco de celos, le cambió el título a un artículo que envió a La República Roberto Reyes y le puso "Por qué nadie lee a Gregorio Martínez".
Pero a José Miguel Oviedo, luego de conocerlo de paso, jamás le guardé rencor. Entendí que esos celos resultan naturales en alguien que se creía con derecho a otorgar la fama. Por eso fui amigable cuando lo encontré en un evento sobre literatura peruana que se realizó en Nueva York. Dicho coloquio, de 1998, lo organizó Alfred Mac Adam, el traductor de Carlos Fuentes. Fue en el palacio de los Rockefeller, donde había un gran salón lleno de arte, oro y antigüedades, denominado El cuarto de Atahualpa. De Lima llegaron Pablo Guevara, Carmen Ollé y Fernando Ampuero.
Al final, el fotógrafo Lorry Salcedo me dijo para tomarme una foto con Pablo Guevara. El cónsul peruano en Nueva York, Iván Rojas, hermano de Hugo Neira, me pidió un lugar en la foto. No sé de dónde apareció Oviedo y clamó: "Gregorio, ¿puedo entrar?" Antes que le contestara, se clavó. Me pareció un gesto de amistad para borrar toda suspicacia.

Qué inocente fui. Un par de años más tarde, en 2002, Pedro Escribano entrevistó a Oviedo para La República. Todo a propósito de una antología de narradores. Ya en el último tramo de la entrevista, Pedro Escribano le preguntó a Oviedo por qué había omitido a Gregorio Martínez. No lo conozco, respondió con cara de palo. Si lo hubiera dicho con ironía, lo alabaría aquí. Pero no, Oviedo lo dijo en plan de espléndido impostor.

Thursday, June 22, 2006

LA MADRE DE TODAS LAS GUERRAS EN LA LITERATURA PERUANA

Uso de la Palabra: Encuentro en Madrid
Miguel Gutiérrez (Escritor)

Uno de los aspectos más meritorios del reciente Encuentro de Narradores Peruanos que se celebró en Madrid del 23 al 27 de mayo de los corrientes (25 años de narrativa en el Perú, 1980-2005) fue la amplitud de su convocatoria debido al espíritu abierto y democrático de sus organizadores, entre los que destacan los narradores Mario Suárez Simich, Jorge Eduardo Benavides y la entusiasta peruanista de nacionalidad española María Ángeles.

En los pocos eventos de este tipo a los que he asistido a lo largo de mi vida, casi siempre se trató de convocatorias parciales, más exactamente de amigos de los grupos hegemónicos que dirigen la cultura peruana o de grupos vinculados por aspiraciones regionales o por concepciones ideológicas comunes. Pese a algunas ausencias (por situaciones ajenas a la convocatoria misma), entre mujeres y hombres de los más diversos credos artísticos, procedentes de todas las regiones del Perú y de Estados Unidos y Europa, fueron más de 40 los escritores que se reunieron en Madrid confiriendo representatividad al encuentro.
El acto inaugural corrió a cargo de Mario Vargas Llosa, y las sesiones y debates tuvieron lugar en el espléndido local de la Casa de América. Las ponencias se establecieron sobre la base del carácter pluricultural y multilingüe de la sociedad peruana y de la heterogeneidad de sus literaturas. Como suele ocurrir, las calidades de las ponencias fueron diversas, pero de ninguna manera, sin faltar a la verdad, se les puede calificar de "pobres", como lo ha hecho algún escritor que justamente no contribuyó con ninguna ponencia y se limitó a presentar su novela más reciente.
En mi primera intervención ofrecí un panorama de la narrativa peruana en el período elegido. Por razones de tiempo hice una lectura demasiado parcial de un texto cuya exposición me hubiera demandado alrededor de 50 minutos. Mi propósito fue mostrar de la manera más objetiva (absteniéndome de toda opinión) de lo que realmente se ha escrito y publicado en el Perú y en el extranjero en los últimos 25 años.
Aunque el buen momento por el que atraviesa la narrativa peruana es el resultado conjunto de todas las generaciones vigentes (incluyendo el considerable aporte de poetas que han incursionado en la narrativa), me ocupé principalmente de la producción de las "generaciones" de los 80 y 90, conformadas por hombres y mujeres de las diferentes regiones del Perú. Así, para referirme a una sola generación, conforman la "gente" del 80 Jara, Cueto, Mariella Sala, Zorrilla, Tamayo San Román, Siu Kam Wen, Giovanna Pollarolo, Choy, Niño de Guzmán, Schwalb Tola, Aída Balta, Pilar Dughi, Castro, Guevara Paredes, Leyla Bartet, Suárez Simich, Nieto Degregori, Viviana Mellet, Malca, Iwasaski Cauti, María T. Ruiz Rosas, Ninapayta, Valenzuela. Asimismo consideré a escritores que cabalgan entre dos generaciones, como Colchado (Ancash), Ampuero (Lima), Cardich (Huanuco), Rosas Paravicino (Cuzco) o Panaifo Texeira (nacido en la Amazonía), o a Bellatín (nacido en México) y Herrera (Arequipa), situados en la "generación" del 90, pero que publicaron sus primeros libros en la década anterior.
Si los escritores de los 80 empezaron a publicar bajo el impacto de la guerra interna, los jóvenes de los 90, que eran niños o adolescentes en los momentos más duros de la guerra, iniciaron su producción cuando en la situación mundial se habían producido cambios sustantivos, como el desmembramiento de la URSS y la instauración hegemónica en el mundo de la política y el pensamiento neoliberales (son los días de gloria del señor Fukuyama), mientras en el orden interno se produce la derrota de Sendero y el MRTA y se impone el fujimorato. Existe, es verdad, una cierta estética minimalista que vincula a ambas generaciones, pero existen también entre ellas marcadas (y en algunos casos, radicales) diferencias. Más allá de la búsqueda de una escritura propia, los del 80 continúan la tradición de la narrativa anterior y creen y apuestan por valores como los de la justicia y solidaridad humana, pero no desde una perspectiva ideológico-política, sino humanística. En cambio, los del 90, por lo menos en sus posiciones más extremas, niegan la tradición narrativa, rechazan el realismo, postulan una poética centrada en el yo y en los universos privados, a la vez que abogan por el absoluto descompromiso social y el apoliticismo, si bien su filo político implícito (con resonancias del pensamiento conservador vargasllosiano) se manifiesta en su beligerancia frente a todo aquello que suene a socialismo o a valores comunitarios.
Por razones de espacio no puedo referirme a la riqueza y diversidad que caracteriza a nuestra narrativa última, como lo demuestra la variedad de líneas creativas, una gran apertura temática y la búsqueda y práctica de nuevos géneros. Por eso me excuso por perder estas últimas líneas para esclarecer un supuesto problema que suscitó mi discurso de clausura del encuentro. Dejando de lado lo anecdótico, el malentendido tuvo que ver con la relación del grupo hegemónico que domina los medios de comunicación y los narradores del mundo andino. Aunque sobre ambos temas he publicado libros y ensayos, he dictado conferencias y concedido entrevistas en los últimos quince años (con planteamientos que sigo manteniendo y a los cuales remito a los interesados), para evitar intentos de manipulación o interpretaciones torcidas sintetizaré aquí mis posiciones.
En mi novela “Poderes secretos” llamé "secta garcilacista" a lo que comúnmente se conoce "como argollas" o "mafias" que controlan lo que antes se llamaba "la cultura oficial". En el campo literario este grupo entró en crisis durante el velascato, se replegó en los años de la guerra interna y con nuevos rostros (y algún sobreviviente), en una suerte de cruzada neocarlista recuperó su poder durante el fujimorato y en las condiciones de la derechización del mundo. Que la secta mantiene su poder lo prueban los despachos y crónicas desinformantes (publicados en los medios que ella controla) sobre el desarrollo del encuentro. ¿Son malos escritores? No, no lo son. Pero tampoco son notables escritores que hayan escrito libros verdaderamente memorables. Y menos existe un escritor genial, como se alucina el tonto de la secta.

Uno de los aspectos más importantes de la narrativa actual es el surgimiento de una nueva narrativa andina con autores de indudable valor. Es de conocimiento público que esta corriente es omitida por el grupo hegemónico en sus informes literarios, así como se margina o se minimiza a sus escritores más representativos. ¿Qué hacer frente a esta realidad? En primer lugar, dar al traste las lamentaciones y no pretender ser admitido en los medios que la secta domina, pues es probable que si se le tocan las puertas alguno podrá ser admitido, pero en condiciones de subordinación. No, lo que hay que hacer es persistir en la creación de calidad cada vez más rigurosa y desarrollar una campaña agresiva estableciendo y fundando espacios, revistas y editoriales alternativos pero muy acordes con la modernidad.
Sin embargo, algunas de sus tesis las considero profundamente erróneas, como aquella que sostiene que la narrativa andina represente la esencia de lo peruano y que la sola pertenencia a este mundo sea garantía de calidad. Como dijo el escritor Alfredo Pita, estoy por el desarrollo y esplendor de la narrativa andina. Mas como en cualquier literatura, en la andina existen obras buenas, malas y mediocres, aunque tengo la seguridad que las buenas obras se impondrán pese a los boicots de la secta y su iconografía autoglorificadora. El Perú no es dual, es diverso y múltiple y en esto reside su posible esperanza.

Los escritores y su realidad (Alonso Cueto)

Hace poco, Perú.21 publicó un extenso texto de Miguel Gutiérrez sobre el Congreso de Narradores Peruanos en Madrid. A propósito del congreso, quisiera recordar aquí la generosidad y buen criterio de Jorge Eduardo Benavides y Mario Suárez, dos de sus organizadores, y la calidad de muchas de las ponencias que se presentaron.

En un pasaje de su texto, Miguel afirma que en el Congreso hubo "algún escritor" que se limitó a presentar su última novela. Que un escritor hable de su trabajo en un congreso de escritores no es extraño. Ocurre en todos los congresos internacionales. Si hay algo que los escritores estamos autorizados a compartir es aspectos generales de nuestro trabajo (las fuentes, los procesos de escritura, la conversión de personajes de carne y hueso en ficticios, etc.).Los escritores no somos necesariamente estudiosos de la literatura, capaces de hacer análisis o panoramas literarios. En algunos casos, podemos afrontar esa tarea pero no siempre es lo nuestro. En los congresos de antropólogos o historiadores o músicos, por hacer un paralelo, todos comparten siempre aspectos de sus investigaciones, proyectos y obras.
En otro pasaje, Miguel afirma que en el Perú existe una secta hegemónica, que impide la difusión de los escritores "andinos". La acusación es insólita. La existencia de una secta supondría una conjura sincronizada entre escritores, periodistas, editores y directores de diarios, editores de libros -en confabulación permanente- contra los escritores andinos. Cabe agregar que la hipotética secta debe ser muy inútil, pues los medios mencionan y reseñan obras de Miguel y de otros muchos escritores. La única secta real que existió aquí fue la de la revista Narración, que juzgaba y condenaba escritores en base a su supuesta ideología. Aunque reconoce que el Perú es diverso y que ha dado obras buenas, mediocres y malas, al final de su texto Gutiérrez declara, "estoy por el desarrollo y el esplendor de la literatura andina". ¿Y por qué solo por la literatura andina? ¿No podríamos "estar" también por la literatura de los pueblos selváticos y costeños? ¿Y por novelas nacida de la variedad de habitantes de Lima y otras urbes? ¿Y no deberíamos esperar también el desarrollo y el esplendor de obras fantásticas, de ciencia ficción, novelas de atmósferas privadas, prosas poéticas, novelas policiales, obras históricas? ¿Y qué de la literatura escrita por exilados? Declararse a favor de un único tipo de literatura es construir una trinchera en un campo de batalla inexistente. Las palabras de un buen libro se quedan grabadas en los corazones de sus lectores, vengan de donde vengan. Una novela, cuento o poema bien logrado es un organismo vivo cuyos rayos nos iluminan siempre. Debemos "estar" pues solo por la buena literatura, la que surge de la soledad esencial de sus creadores. De lo contrario, corremos el riesgo, entonces sí, de caer en una visión sectaria, y habremos perdido, en realidad, toda esperanza.

La temible secta limeña (Fernando Ampuero)

La vida literaria peruana, en nuestros días, se presenta movida por aguas borrascosas; vale decir, proliferan los escritores con el resentimiento a flor de piel. Y, como se sabe, el resentimiento (al igual que la razón) engendra monstruos.
Ciertos autores no aceptan que el Perú es un país pluricultural y, en consecuencia, negando a las minorías, lo dividen -lo siguen dividiendo, como en los tiempos de la Colonia- en criollos y andinos. No digieren el mestizaje, no reconocen el derecho de cada autor a escribir sobre lo que ha vivido, ni siquiera reparan que Lima es hoy la ciudad andina-negrachina- amazónica acriollada más grande del país. Solo así se explica la banalidad de sus recientes y penosos reclamos: una supuesta discriminación de los literatos limeños, un supuesto desequilibrio en la cobertura periodística. ¿Decían lo mismo cuando Ciro Alegría o José María Arguedas estaban en la palestra? No, que yo sepa. Nadie se quejaba. Entonces, ¿qué ocurre ahora? ¿No será que no hay escritores andinos de ese nivel que interesen hoy al gran público? Interesa 'Chacalón', interesa Dina Paúcar. ¿No es más bien que no se impone un equivalente literario de rasgos claramente andinos que desate pasiones entre los lectores?

Sin embargo, confieso que no le falta razón al escritor Miguel Gutiérrez, si nos atenemos a su artículo publicado el pasado 29 de junio en Perú.21, cuando nos hablaba de sectas literarias que conspiran contra los autores andinos. Y es precisamente por ello que me veo en la necesidad de informar sobre una experiencia que me ha deparado el destino.
Anoche, mediante una esquela manuscrita, acudí a una cena en una vieja casona de Barranco. Me invitaba un amigo de la infancia a quien no veía hace años, aunque pronto descubrí que ni mi amigo ni la invitación eran de fiar, sino que me habían tendido una trampa. En la casona me recibió un mayordomo que me condujo a un enorme salón sin muebles. Allí me pidió que aguardara, y luego se esfumó. Solo, bastante extrañado, me sentí inquieto ante tal acogida. Pero pronto extrañeza e inquietud se tornaron sorpresa y auténtico pánico cuando vi que por una pequeña puerta secreta (camuflada en una chimenea) irrumpían doce individuos ataviados con túnicas y capuchas negras, algunos de ellos enarbolando antorchas encendidas y otros arrastrando una joven, peluda e inocente alpaca atada con una soga. "¡Los escritores andinos nunca tendrán tanta prensa como los limeños!", exclamó uno de los encapuchados y, acto seguido, sacó un filoso cuchillo y degolló a la alpaca. "Nosotros, por si aún lo ignoras, somos la secta de escritores criollos que ningunea a los andinos", "¡Caray!", me asombré. "¡Entonces existen!", "Claro. Ya nos estás viendo". En realidad, a duras penas podía ver ojos y bocas a través de los huecos de las capuchas, y no resultaba nada fácil identificar, en esas miradas afiebradas y en esos labios sedientos de sangre andina, a ningún autor limeño. ¿Quiénes se ocultarán aquí?, pensé. ¿Iván Thays, Alonso Cueto, Jorge Benavides, Óscar Malca, Enrique Planas, Mirko Lauer, Jaime Bedoya, Santiago del Prado? No estoy muy al tanto de la vida literaria para dar más nombres, pero no me parecía que pudiera ser alguno de ellos. "Te necesitamos, Ampuero", exclamó el degollador. "Queremos que trabajes para nosotros", "No, por favor", contesté. "No me metan en líos. Ya tengo bastante con los narcos y con los cerveceros, que me amenazan, y a ellos se han sumado ahora unos dolidos poetas que sienten que he invadido sus feudos y que odian peor que peluqueros de señoras. Además, estoy a punto de publicar un nuevo libro y aprovecharán para atacarme". "No tienes alternativa, Ampuero; tienes que ayudarnos"." ¿En qué?". "Tenemos infiltrados y queremos detectarlos. Alguna de nuestra propia gente está ayudando a Miguel Gutiérrez, líder de los andinos". "Explíquense, por favor". "Gutiérrez ha publicado en Perú.21, que es un diario de nuestra secta (¡cómo diablos ocurrió esto! ¡por qué han consentido tales publicaciones!); incluso, en El Comercio, le han dedicado muchas notas y hasta un espacio destacado en una de sus enciclopedias. Esto es alta traición. ¿Quién permite que ocurran tales descuidos? Ampuero, te encargamos que lo averigües .Es algo que nos urge, pues ya se viene la Feria del libro de Guadalajara, donde el Perú es invitado de honor". Así que, queridos lectores, no piensen que el señor Gutiérrez padece delirio de persecución. Hay, en efecto, una secta que detesta a los autores andinos, y además, para colmo -tengan cuidado, literatos limeños-, hay autores andinos que están saboteando a esta secta limeña infiltrándose en los diarios que domina la "cultura oficial".

Cora Cora Melody (Fernando Ampuero)

Una absurda guerrita entre escritores peruanos está en marcha. Y para colmo de males no se centra en el debate literario, ni en discrepancias ideológicas o políticas, sino en algo que por decir lo menos resulta tristemente banal: la cuota de fama o, si se quiere, el esquivo reconocimiento que ciertos escritores reclaman para sí mismos. Como si aún algunos hombres de letras no supieran que la literatura, en lo esencial, está hecha de derrotas; como si se olvidaran que a muchas celebridades de antaño ya no las leen ni sus ahijados.

No hay amor más sincero que el amor a la lectura. La gente lee lo que le gusta, o bien lo que le interesa. He pasado buena parte de mi vida viendo cómo los críticos han hecho trizas ciertas obras, mientras los lectores se obstinaron en contradecirlos. Y muchísimas veces, aunque no siempre he coincidido con ellos, son los lectores quienes llevan la razón.

¿Le duele a alguien no ser elevado al olimpo? Comprendo sus sentimientos. Pero en esta materia todo tiene su razón de ser. Yo soy partidario de hablar claro y de llamar a las cosas por su nombre: aquí y ahora, en la artificiosa pugna que un grupo de escritores andinos entabla contra un colectivo de escritores criollos, y que el novelista Miguel Gutiérrez propicia desde hace unas semanas, sólo veo dos cosas: resentimiento y un manifiesto delirio con ribetes cómicos. Ciertos autores andinos, según Gutiérrez, se quejan de la mayor cobertura periodística que obtienen los autores criollos frente a los andinos. Y atribuye esta nefasta actitud de la prensa a "la hegemonía de una secta literaria", una secta secreta, que controla los medios. ¿Un Ku Kux Klan de limeños recalcitrantes? ¡Dios mío!

Las coberturas de prensa, que yo sepa, se explican por el célebre olfato que manejan los periodistas. Y éstos saben que, en nuestros tiempos, los autores criollos generan más interés entre los lectores. Hablo de Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, por citar a las plumas estelares vigentes. Hace unos días, en el supermercado Wong, el buen Bryce firmó 600 ejemplares en una tarde de su reciente libro de memorias. Ambos venden miles de ejemplares de sus libros tan pronto salen. Estos son hechos. Estas son cifras. Y hace unos años ocurría también lo mismo con Julio Ramón Ribeyro. Pero si quieren ejemplos menos apabullantes, ahí está Jaime Bayly, que dicho sea de paso cholea a medio mundo en sus libros, pero que vende y en todos los sectores, no solo entre los criollos. Rafo León, Alonso Cueto, Jorge Benavides, Toño Angulo, etcétera, venden e interesan a los lectores. Sé que no es de buen gusto que mencione mi obra, pero yo, modestamente, he agotado varias ediciones de mis novelas y cuentos, y una crónica novelada que se vendió como pan caliente. Es el mercado quien habla, y la prensa, en consecuencia, atiende ese clamor. La prensa, por cierto, responde a su vez a los criterios de calidad. Pero sin olvidar que lo que vende más periódicos son los autores que agotan ediciones. Hay buenos y malos libros entre los escritores que venden, eso se sabe. Si a mí me dan a escoger entre las novelas de Bayly y los cuentos de Edgardo Rivera Martínez, exquisito autor andino, opto por el segundo. Pero no me pongo una venda en los ojos frente a las demandas del
mercado.

A mediados del siglo veinte, sin embargo, esto no ocurría. Los autores más leídos y vendidos eran autores andinos. A todo el país ilustrado le interesaban Ciro Alegría y José María Arguedas. Yo los he leído, y aún los leo, con verdadera pasión. Igualmente me atraen los cuentos de López Albújar y de Eleodoro Vargas Vicuña, este último un buen anticipo del genial Juan Rulfo. En esos días, sin lugar a dudas, los escritores andinos reinaban y no recuerdo que los autores limeños o criollos de entonces hayan protestado por la cobertura periodística que esos autores justamente merecían. ¿Qué sucede ahora? Algo francamente ridículo. Un grupo de autores andinos, cobijados bajo el ala de Miguel Gutiérrez, reclama atención. Pero, ¿hay razones para dársela? ¡Por favor! No existe un escritor andino de la dimensión de Alegría y Arguedas. Ni siquiera existe el equivalente literario del mestizaje que encarna Chacalón, o Dina Paúcar, cantantes con profunda raigambre andina y que de hecho consiguen un gran rating de sintonía, llenan estadios y, naturalmente, convocan el interés de la prensa. Y esto no es una invención de los sociólogos. La música chicha genera biopics consagratorios de sus artistas emergentes, convoca multitudes, interesa al gran público que lee diarios y revistas.

Miguel Gutiérrez es un escritor correcto ("políticamente correcto", diría) y respeto a quienes lo celebran, pero a mí no me gusta. ¿Es esta una limitación mía y no suya? Podría ser. Yo, en todo caso, he dado públicamente mi opinión y la he repetido por escrito. Del mismo modo, tampoco me interesa Mario Bellatin, autor a quien se cataloga de criollo. Bellatín escribe bien, aunque a mi juicio es frío: no me mueve un pelo. (Hoy, según me dicen, ha mejorado en sus últimos libros). Pero en lo que respecta a Gutiérrez no tengo ninguna duda. No me convence su prosa, ni su percepción del mundo. Su novela, La violencia del tiempo, fue para mí un soporífero y hasta una
paliza. A mitad del primer tomo acabé escupiendo las muelas.

El Perú ha cambiado. Lima ya no es la ciudad de Abraham Valdelomar, escritor finísimo que admiro y un provinciano que se convirtió en nuestro primer escritor moderno y criollo. Lima es una ciudad de 9 millones de habitantes y es la ciudad andina más grande del Perú. Pero casi todos los migrantes andinos que recalan por esta villa entran en metamorfosis al día siguiente. Su adaptación es casi instantánea: se compran jeans, anteojos oscuros y unas zapatillas Nike, y se ponen a bailar cumbia andina (música tropical criolla, mezclada con ritmos andinos). Quieren ser criollos, quieren ser limeños, y, en efecto, lo consiguen. Hoy en día constituyen los nuevos limeños. No todos se integran a las clases altas y medias altas, es cierto (aunque ya llegarán, pues Los Olivos está creciendo), pero la mayoría decide nuestro destino político, pues son ellos quienes eligen a presidentes y congresistas. Y estoy seguro que la nueva literatura andina-criolla, cuando tenga un autor que la sepa expresar en lo literario como sí lo hacen los cantantes chicha, vendrá de los conos. Por el momento, en cuestión de lenguaje escrito, lo único que expresa y refleja hoy a esas mayorías andinas-criollas es la prensa chicha, una suerte de periodismo-ficción.

Dina Paúcar, de otro lado, tiene entre los criollos una pálida contrapartida. No es la alemancita simpática que se disfrazaba de mamacha y cantaba y zapateaba en canal 7. Es un buen músico de jazz y rock, Miki González, quien hace fusiones de jazz y huaynos, un mestizaje a la inversa, aunque sin la gran repercusión de las cumbias folclóricas.

La peruanidad, que es una suma de mestizajes, cuenta con diversas minorías que buscan su representación literaria. Los chinos (Siu Kan Wen), los negros (Gregorio Martínez y Antonio Gálvez Ronceros, dos excelentes autores), los judíos (Isaac Goldemberg), los amazónicos (Róger Rumrrill), y, desde luego, los llamados blancos limeños, que por lo general son mestizos que pueblan la capital desde hace quinientos años. Aquí, pues, hay sitio para todo y para todos, y cada uno tiene derecho a escribir sobre lo que conoció y lo que ha vivido. Así lo dije, en Madrid, en el reciente congreso de escritores. Si yo me pusiera a escribir sobre la cotidianeidad de Cora Cora, no me saldría bien. Sonaría falso. Pero escribir sobre Lima, o sobre Miraflores, o sobre las vicisitudes de los limeños que deambulan por los países del mundo, es lo que me va bien. Resulta coherente y honesto. Y ello, desde luego, no deteriora mi identidad nacional. No me hace menos peruano que el resto de los peruanos.

Que existe racismo en el Perú, nadie lo duda. Que no somos un país integrado, ni qué decir. Pero tal vez mucho de este racismo (que viene de los dos lados) y mucha de esa desintegración desnuda nuestros conflictos y abona en favor de nuestra riqueza literaria. El país literario, en todo caso, no debería contribuir a que por quítame estas pajas vivamos constantemente enconados

Clásicos de la Provincia (Beto Ortiz)

Los personajes de la literatura peruana de la actualidad son analizados por el periodista con su característico estilo, sin pelos en la lengua.
Eternos "cover-boys" de nuestra literatura, Ampuero del Bosque y demás glorias del criollismo se desmelenan defendiendo su derecho a seguir posando solos para la foto hasta nuevo aviso. O hasta que salga un nuevo Arguedas, por lo menos. Una primicia: De acuerdo con la atendible lógica de "Los Regios", nuestros columnistas Fernando Maestre y Frieda Holler son los mejores escritores peruanos vivos después de Mario Vargas Llosa. "Sé que no es de buen gusto que mencione mi obra, pero YO, modestamente, he agotado varias ediciones de mis novelas y cuentos y una crónica novelada que se vendió como pan caliente", se agasajó esta semana, a piacere, el ingenioso hidalgo de los "novelistas criollos" Fernando Ampuero, en sorpresivo 'road-show' multimedia que -a juzgar por su súbita laboriosidad y por la matemática sincronía de sus apariciones- no hace sino presagiar inminente lanzamiento de libro nuevo, además de permitirle perfeccionar el llamativo 'look' gris-plata-Audi-A4 con que reincide -para la foto- en su ya legendaria pose "ta-qué-rico-que-soy" tan ideal para poner en la solapa. Seamos justos: Nunca lo habíamos visto tan cerca de Hemingway como ahora.

(Soy consciente de que por muchísimo menos que el párrafo anterior se puede ser confinado de por vida al área de servicio en la solariega casona de las letras nacionales, área reservada, como se sabe, a los escritores "andinos" o "cobrizos" como va a ser siempre y como tiene que ser, caballeros, les guste o no, aquí se reserva el derecho de admisión y no hay tu tía. Vayan haciéndose a la idea. Mas lamento decepcionarlos, andinistas: no es menester parecerse físicamente a Marcial Ayaipoma ni escribir yaravíes para ser obviado olímpicamente por Férnan y esa influyente y carismática manchita dominical de "Ciclistas del Mediodía" que tan poéticamente pedaleó, de cebichería en cebichería, hasta finales de la década pasada. Para ser declarado mueble, basta con no haberles reventado cohetes suficientes mientras tuviste la magnífica oportunidad. Acabo, pues, de suicidarme, como pueden apreciar. Lejos de su gracia, ya se sabe, no hay más destino que el polvo inexorable del olvido).
Okey, ya está. Ahora, a lo nuestro: agotar varias ediciones -dice- vender como pan caliente, ¿qué significa? Hagamos números. A ver: El escritor español Arturo Pérez Reverte vendió más de dos millones de ejemplares con su novela Las Aventuras del Capitán Alatriste. Un millón doscientos mil, la traducción al español de El código Da Vinci de Dan Brown. 400,000 libros vendidos en solo una semana fue el récord de García Márquez con Memoria de mis putas tristes, según informes de la editorial Random House-Mondadori.
"Hace unos días, en el supermercado Wong", -se jacta Fer, en no sé cuál de sus inusuales artículos de esta semana, con orgullito prestado- "el buen Bryce firmó, en una tarde, 600 ejemplares de su reciente libro de memorias". ¿Bryce en Wong?, ¡manya!, ¡qué maldito! ¿Quién auspiciaba?, ¿Tacama?, ¿Navarro-Correas?, ¿Absolut Vodka? No sé por qué pero me cuesta trabajo imaginarme a otros grandes de la literatura universal autografiando en el supermercado: "Estimados clientes, les informamos que, de 3 a 6 de la tarde, el renombrado autor José Saramago estará firmando ejemplares de su última novela en la sección lácteos donde usted y familia podrán también degustar los nuevos sabores tropicales de Milkito Light: mango, guanábana y maracuyá."
Pero no contento con hacernos jojolete con la cantidad de libros que vende su estimado choche que, por si lo han olvidado, es, además, el osito de felpa de la narrativa peruana y el escritor más querido -o perdón: entrañable- del país, Ampuerín se pregunta: "¿Le duele a alguien no ser elevado al Olimpo?". ¿El Olimpo? Aguanta tu carro, causa. Aguantafá. ¿El Olimpo?, ¿in Perú? Distinguidos habitúes de la pastelería "San Antonio", tengo noticias para ustedes: el único Olimpo que hay en Lima queda en la Plaza Manco Cápac de La Victoria y es un teatrito charcheroso que hiede a berrinche y en el cual, por una módica suma, puede uno deprimirse en medio de la muda contemplación del strip-tease continuado de algunas de las señoras más tristemente flácidas del país. "Ser elevado al Olimpo!!!" Gimme a fucking break.

En el Perú, donde si vendes mil libritos ya puedes darte por recontra bien servido y si, encima, te piratean, tienes derecho a salir a hacer caravana, el eterno top del ranking de ventas -como es obvio- es Vargas Llosa: 40,000 con cualquiera de sus últimas novelas.
Pero, cuidado, hay dos que venden exactamente lo mismo: Frieda Holler, la emperatriz del charm, y el psicólogo Fernando Maestre. Tanto Ese dedo meñique, exitosísimo manual de buenos modales de ella, como el primer tomo de Era tabú de él -un compendio de sus proverbiales consejos sexuales de abuelita-, alcanzaron la misma espectacular cifra de ventas a la que otros jamás llegaremos ni en nuestras más lúbricas fantasías. Allí tienen. Tomen mientras. Corónenlos ipso pucho de laureles. Ríndanse ante las delicias de su prosa. Podrá decirse que eso no es literatura. ¿Por qué, ah? Total, libro es libro. Si las listas de más vendidos de las librerías limeñas mezclan en un solo saco a Deepak Chopra con la guía turística Perú Legend, la filosofía Freddy Ternero, los Piratas del Callao y los alegres dibujitos de Carlín. Libro es libro. Y si vende, es bueno. Y se acabó. Todo lo demás es envidia, roña, tiña, la venganza del cobarde, pataleta, ñe-ñe-ñe, piconería.
Un 'best seller' en el Perú es cualquier cosa que venda por encima de 4,000 ejemplares. Y es un súper 'best seller', si pasa los 10 mil. Hay por ahí, dando vueltas, un periodista que vende como 15 mil ejemplares de cada libro que saca pero -a menos que lo atropelle un Enatru- no lo mencionaremos por su nombre aunque nos maten porque se la tenemos recontra jurada. Además, es cholo. ¿Entienden? Así es la nuez. Si no me cae bien, no lo menciono y si no lo menciono, no existe. Voilá. Es así como funciona la cofradía. No le digan mafia, tampoco secta. Suena horrible. Es apenas un alegre círculo de regios criollitos fotogénicos y dicharacheros al que, malhaya nuestra suerte, no pertenecemos. No seamos, pues, tan igualados. Ubiquémonos. Nosotros no somos como los Orozco. Yo los conozco, son ocho los monos: Nano, Toño, Alonso, Alfredo, Willy, Pita, Balo, Iwasaki. Nosotros no somos como los Orozco. Yo los conozco. (bis).
"¿Qué sucede ahora?" -guapea Ampuero del Bosque, como quien dice: ¿qué cosa pasa acá, carajo? - "Algo francamente ridículo. Un grupo de autores andinos, cobijados bajo el ala de Miguel Gutiérrez, reclama atención. Pero, ¿hay razones para dársela? ¡Por favor!". La frase le habría quedado más redonda, si escribía: ¿hay razones para dársela? S' il vous plait! "No existe un escritor andino de la dimensión de Alegría y Arguedas" -sentencia el autor de Deliremos juntos que, como sus millones de groupies en todo el orbe sabemos, se llama también Paren el Mundo que acá me bajo. Me pregunto: ¿Y por qué les ponen la valla tan alta, ah? ¡Qué buena vaina! ¿Desde cuándo hay que ser Arguedas para salir en Circo Beat si Niño de Guzmán -que escribe un libro cada 20 años- sale todas las semanas? "Las coberturas de prensa, que yo sepa, se explican por el célebre olfato que manejan los periodistas" -se justifica. Yaaa, cuñau. Y el número de portadas que logra un pintor se explica por el número de cuadros suyos que hay en las casas de los editores o de los dueños, ¿no es verdad? "Ni siquiera existe el equivalente literario del mestizaje que encarna Chacalón" -insiste.
Siguiendo el mismo símil musical, entonces, ¿qué vendría a ser él?, ¿el Gianmarco Zignago de la literatura?, ¿su Gasparín? Y como si fuera necesario terminar de hacer alarde de sus reconocidas dotes de peruanista visionario, Ampuero cierra con el broche de oro de una gallarda concesión que -aunque contiene una premonición aterradora- lo enaltece: "No todos (los escritores) se integran a las clases altas y medias altas, es cierto, aunque ya llegarán, pues Los Olivos está creciendo". Y al Malecón Cisneros, poquito a poco, se lo está comiendo el mar, faltó agregar.
Pero de todo su Cora-Cora Melody (título que, lamentablemente, no es tan chistoso como él cree pues parodia el nombre de un libro menos conocido de lo que él quisiera), mi frase favorita es esta: "Mario Bellatín escribe bien, aunque a mi juicio es frío: no me mueve un pelo". ¡Eso sí que es un exceso imperdonable! ¿Qué nomás habría que escribir para moverle un pelo. a Ampuero? Es como si una noche de estas, Hildebrandt terminara de volverse loco y exclamara: "¡Me llega altamente!" Hildebrandt, claro. Ya estaba tardando. ¿Hasta cuándo seremos, señor, tan absolutamente previsibles y aburridos? Magalita Hildebrandt contra Giselita Ampuero. Ampuero Capuleto contra Hildebrandt Montesco. Bah. Desde los chanchullos de Almeyda hasta las nuevas voces de la poesía, todos los temas humanos y divinos pasan obligatoriamente por el escrutinio de los mismos inofensivos Tom y Jerry de toda la vida que, queriendo intercambiar deliciosas pullas, no se les ocurre mejor cosa que tratarse de "renombrados zonzos". Tres veces bah. Y lo peor de todo es que luego el Enano agarra y se cruza y va y vuelve a escribir y escribe y de su almita brotan lombrices, tenias solitarias como esta: "Esos que han pujado toda su vida para que les saliera un párrafo indoloro, una frase con alas, un adjetivo que no goteara en la micción de un cólico nefrítico". ¿Cómo dijo?, ¿un-adjetivo-que-no-goteara-en-la-micción-de-un-cólico-nefrítico? Ay, Enano, Enano, ¿cómo te lo explicamos para que no te nos ofendas? No insistas más. Claudica. Ríndete. Es inútil. Escribes hasta el culo.


Uso de la palabra: Poderes literarios (Miguel Gutiérrez)

La polémica literaria iniciada en Perú.21 por el escritor Miguel Gutiérrez continúa. Gutiérrez responde ahora a los artículos de Alonso Cueto y Fernando Ampuero

En respuesta a mi artículo publicado el 29 de junio en Perú. 21, Alonso Cueto emplea una treta desinformante haciéndome decir, a propósito de la narrativa andina, lo que en ningún lado he sostenido, como el lector lo puede comprobar en el último párrafo y en la totalidad de mi texto, escrito conforme al espíritu que reinó en el Encuentro en Madrid. Pero no voy a polemizar con Cueto ni tampoco con Fernando Ampuero (también él, era previsible, me atribuye concepciones que no son las mías sobre la narrativa andina), quien, según costumbre limeña antigua, primero intentó banalizar el asunto a través de una sátira (más bien elemental), y luego, descontento consigo mismo, en un artículo más reciente, lleno de soberbia y amargura, intenta descalificar mi obra. Aunque a él le sorprenda, yo no estoy de acuerdo con otros colegas que lo tildan de narrador malo o mediocre.
No, pienso que Ampuero y buena parte de su entorno son escritores razonablemente aceptables de nivel medio e, incluso los mejores de entre ellos, de nivel medio considerable. Pero al margen de esto, reconozco un mérito de Cueto y Ampuero: el haberse reconocido como miembros de la "secta" que, según denominación de larga data, otros llaman mafia o argolla.
"Mafia", "secta", "argolla" son metáforas que entre nosotros aluden al grupo que domina y dirige la vida literaria del país. Pero ¿existe todavía un grupo de esta naturaleza? Increíblemente sí, aunque ya no dispone ni mucho menos de ese poder casi omnímodo que detentaba el círculo en su época dorada (los años 50 y los 60). A los integrantes del núcleo original, la gente de mi edad los recuerda como hombres exquisitos, elitistas, de modales algo lánguidos, casi virreinales, que los unían, además del espíritu de casta, ciertas ideas estéticas, antes que políticas. Sus críticas eran abiertamente discriminadoras con los escritores que no pertenecían al cogollo clasista. Si el libro tenía calidad y ya no podían ignorar al autor, con suave perfidia limeña condescendían a escribir sobre él, minimizando sus logros y agrandando sus supuestos defectos, con prosa bizarra, José Miguel Oviedo, leve y sutil, Abelardo Oquendo.
Hacia fines de los 60 el grupo entra en crisis y se escinde por discrepancias en relación con Velasco y Fidel Castro. Entre tanto han ido surgiendo en diferentes regiones del país importantes agrupaciones literarias, lo cual era reflejo de los cambios sociales que estaban ocurriendo en el país. Dentro de este proceso aparece el Grupo Hora Zero (es también el caso particular de Narración) conformado por poetas que provenían en su mayoría de las provincias. Para espíritus tan sensibles aquello debió ser una suerte de irrupción de los bárbaros. Y lo que les resultaba intolerable: no eran malos poetas. Todo lo contrario. La suya era una poesía impetuosa, de épica callejera y de inusitado esplendor verbal. Como ya no tenían el monopolio cultural y estaban debilitados por la escisión, los que quedaron del clan tuvieron que abrirse a ellos y a otros escritores que empezaban a publicar para mantener alguna vigencia.
Durante la guerra interna el agónico círculo se repliega, mientras La Prensa, que vive sus últimos días, es tomada poco menos que por asalto por un reducido grupo de jovencitos formados en la doctrina neoliberal (Bayly será la figura más conocida) pero sobre todo imbuidos de espíritu anticomunista. Finalmente, dentro de un contexto que diseñé en mi artículo anterior, el viejo clan se reagrupa y reestructura con nuevos rostros y el apoyo discreto y pertinaz de los sobrevivientes del grupo de los mandarines. Por supuesto, se han operado algunos cambios entre estos y aquellos, el más importante de los cuales, creo yo, es el bajón que se ha producido en estos años en cuanto a formación humanística y calidad literaria de sus integrantes. ¿Algún otro cambio? Entiendo que varios; por ejemplo, si bien es verdad que pretenden imitar las formas señoriales de los fundadores, lo que los define es la frivolidad y el cinismo, como un remedo criollo y tercermundista del espíritu postmoderno.
Como sabe que ya no puede establecer una hegemonía absoluta, pues a lo largo de las últimas décadas se han abierto nuevos espacios en el mundo literario, el grupo recompuesto logra rescatar una parcela importante del poder que dirige sin concesiones ni miramientos. Utilizando los vínculos que ha heredado se hace fuerte en los medios de comunicación de mayor influencia: periodismo escrito, televisión, radio, diversas revistas, como Hueso húmero (donde Mirko Lauer, poeta de segundo orden y narrador deficiente, pretende establecer el canon de la literatura peruana), editoriales (Peisa, entre otras), de las cuales son asesores y sus secretos lectores. Para ejercer su dominio y control, las figuras estrella (y las que permanecen en la sombra) han creado una suerte de sistema de mayordomías (a cuyo engranaje pertenece el tonto de la secta) encargado de glorificar a sus jefes y de hacer el trabajo sucio con las obras de autores que no gozan de la simpatía del grupo. De esta manera la resucitada argolla coopta a jóvenes de algún talento e incluso de talento notable, quienes (con las muy nobles excepciones) a cambio del éxito fácil y la gloria efímera inician la perdición de sus almas.
Uno de los objetivos de la Revista Narración (para responder a una línea del escrito de Alonso) fue, precisamente, crear un medio propio de expresión para romper la hegemonía de los mandarines de la cultura oficial del Perú. El hecho que apostásemos por el socialismo no nos convertía en sectarios como pretendía la vieja intelectualidad señorial, pues no hicimos más que adherirnos a una aspiración legítima de las sociedades humanas. Por cierto, dentro del grupo existían diferencias en la manera de entender el socialismo y en el camino a seguir para alcanzarlo, lo cual no impedía que marcháramos juntos en nuestra lucha en la arena cultural. Desde que salió el primer número de Narración, luego de un período de silenciamiento, fuimos objetos de sátiras y burlas, de marginación y de acusaciones diversas, como el de ser escritores acomplejados, envidiosos y mediocres, fanáticos y estalinistas. Sin embargo, todos los que escribieron en la revista continuaron construyendo una obra caracterizada por sus diversas concepciones artísticas, en relación con los temas, estructuras, técnicas y lenguaje.
En última instancia, toda ficción narrativa estéticamente lograda revela los dramas universales de la condición humana, dramas que pueden desplegarse en escenarios costeños, andinos o amazónicos, rurales o urbanos. Es verdad que los escritores suelen escribir sobre las realidades que conocen desde adentro, lo cual no debe implicar una limitación a sus facultades creativas. Pues a los creadores de ficciones les asiste el derecho de apropiarse de cualquier espacio real, imaginario o mítico, sin otro límite que el que les impone la propia imaginación y la audacia creativa. Un escritor costeño puede escribir sobre su aldea, pero también sobre Lima, sobre los pueblos andinos (incluyendo, por cierto, Cora Cora) o sobre el maravilloso y duro mundo de la amazonía. Igualmente, tiene la libertad de explorar las grandes ciudades del mundo, del presente y el pasado. O bien crear espacios absolutamente imaginarios o entrevistos en los sueños y pesadillas. Sólo un mandato no puede transgredir: el imperativo artístico que legitima cualquier obra.


Lima, capital del resentimiento (Fernando Ampuero)

El autor de Miraflores Melody (1974) y de El enano, historia de una enemistad (2001), entre otros, señala el origen del debate entre escritores andinos y costeños.
Lo que empezó como un reclamo trivial se torna ahora en un "yo no dije lo que dije" y, como de costumbre, en un "todos contra todos". Para quienes no están al tanto del desaguisado, la reciente polémica entre escritores criollos y andinos -una antigualla, por cierto- se inició por una cuestión de vanidad herida y de necesidad de llamar la atención. Un grupo de escritores andinos, liderados por Miguel Gutiérrez, se quejaba, y se queja aún, de que los autores limeños figuran más en la prensa que los andinos. Y que ello se debe, según Gutiérrez, al extraordinario poder de Alonso Cueto, Iván Thays y Fernando Ampuero, una secta de escritores limeños que tiene sometida a la prensa bajo su total dominio y control.
Es indispensable señalar que Cueto, Thays y Ampuero no dirigen la sección Cultural de ningún diario. ¿Cómo es que entonces esta presunta secta domina los medios? ¿Y cómo explican que, en los últimos días, nosotros, los poderosos controladores, hayamos permitido que nos agravie el pequeñín abusador en La República; Ortiz, Mora y Miguel Gutiérrez en Perú.21; un chiquillo ofendido y ventrílocuo (con su muñecón Reynoso) en Caretas, y uno que otro termocéfalo en El Peruano?
¡Qué control ni qué ocho cuartos! ¡Prensa parametrada era la de ellos en los años del velasquismo! Nos acusan de algo completamente estúpido. Y, a decir verdad, no creo que tales imputaciones les hagan mucha gracia a los jefes de las páginas culturales de los diarios de Lima. ¿Les gustará que Gutiérrez los considere los "siervos de la mafia"? ¿O acaso, en aras de lo políticamente correcto, lo que pretende este señor es intimidarlos para que, cuando un autor criollo o limeño publique un libro, no sea bien reseñado ni entrevistado en forma imparcial? Quién sabe.

Los desconocidos de siempre.
Ciertos escritores andinos, ya se sabe, han ordenado un zafarrancho de combate, buscando alianzas con otros egos insatisfechos. Y así, en un festival de invectivas y reproches, juntan fuerzas con algunos bravucones poetas de los setentas (recién salidos de las catacumbas, en un febril desempolvarse del olvido), y con la clásica reserva de espontáneos (ellos cuentan con amiguetes en diarios y revistas) dispuestos al cargamontón. Pululan, pues, los eternos resentidos (todos con su pesada mochila de expectativas frustradas), los que siempre operan en la sombra sin atreverse a dar la cara y, desde luego, los que no tienen vela en este entierro (por ejemplo, el pequeñín abusador, ventilando su alambicada jerigonza, y el alicaído Beto Ortiz Pajuelo, aislando frases de contexto y trasmutando un lío menor entre escritores en un desaforado ataque personal).
¿Qué busca este hatajo de exaltados? ¿Una invitación a la feria de Guadalajara? ¿Un flash de fotógrafo? ¿Un párrafo en la historia literaria local? Viéndolos tan coléricos, yo me digo, como en el poema de Brecht, ¡cuánto sufre esta gente! Lima es una ciudad patética, no poética. Y es que, aun cuando estamos llenos de poetas, no hay por aquí mucha poesía.
¿Quién lo ha nombrado el fiel de la balanza? En su envanecida visión de sí mismo, Miguel Gutiérrez se arroga el derecho de juez supremo y hasta se pone magnánimo. Él osa calificarnos como autores "de nivel medio considerable, incluso los mejores de entre ellos", dando por descontado que lo suyo es lo literariamente encomiable. ¿Y en qué criterios se ampara? La lucha de clases, sin duda. En el primer número de la revista Narración se publicaron Los dictámenes de Mao Tse Tung sobre el arte. Gutiérrez nunca fue socialista como ahora se quiere hacer pasar, sino maoísta. Y no hay que olvidar que hasta 1986, en su ensayo La generación del 50, afirmó nada menos que Abimael Guzmán era una inteligencia superior y el gran paradigma de los peruanos [Pág. 263]. (¿Quién es, entonces, el sectario? Sendero Luminoso sí que era una secta).
A tal punto resulta clasista en sus fobias que, en el congreso de Madrid, confesó en público que, mientras estudiaba en la universidad, odiaba sin ninguna razón, solo por su aspecto, a "un joven alto y blanco". Se trataba de Javier Heraud, a quien descubriera como poeta en un recital. Le costó mucho aceptarlo, dijo, y, al parecer, solo lo aceptó después de que este muriera acribillado en la selva de Madre de Dios.
Gutiérrez, por último, recoge el sentir telúrico de sus huestes y cae aparatosamente en la frivolidad. En Madrid -yo lo oí personalmente- admitió que las quejas de los escritores andinos eran excesivas y que estos tenían también cobertura periodística, al igual que los limeños, aunque las fotos de los limeños, enfatizó, siempre salían más grandes.
¿Qué revela tan pintoresca observación? Que el móvil de sus ataques es que no se siente lo suficientemente acariciado. Por eso fustiga a Oviedo y a Oquendo, tildándolos de antiguos mafiosos, y ningunea injustamente a Mirko Lauer, director con Oquendo de la excelente revista Hueso Húmero. No los considera destacados escritores, críticos y promotores culturales, sino definitivamente discriminadores y parte de un "cogollo clasista".
Yo dije en mi artículo Cora Cora Melody (Caretas, 1881) que Miguel Gutiérrez me parecía un soporífero. Ahora debo añadir algo más: es de hecho un escritor sobrevalorado.
Un diccionario de resentimientos. Casi desde su fundación, Lima es la capital del resentimiento. Somos muchos, nos percibimos diferentes, y pocos aceptan al otro. Cohabitamos en esta suerte de versión salvaje de una ciudad moderna. Aquí la tolerancia está devaluada y la degradación de la vida política nos contamina: reinan los corruptos, los cogoteros, las combis asesinas y, en lugar privilegiado, los maledicientes. Producimos resentidos en serie. Claro que algunos tienen sus buenas razones para detestar al prójimo, pero la mayoría, sobre todo en el país literario, busca pleitos por deporte (el juego del 'Palo ensebado', donde la diversión consiste en tirarse abajo a cualquiera que nos amenace con su éxito), o bien solo por lograr que sus nombres se conozcan. Sin embargo, ¿entienden todos cabalmente por qué son estos pleitos?
Para sacarle el jugo a tanta pelea, habría que escribir un Diccionario de resentimientos, dando los diversos motivos de los odios mutuos entre cada litigante, incluyendo al margen notas explicativas sobre la ira o las pataditas solapas de quienes gratuitamente se compran el pleito. Si A fustiga a B, digamos, y B está enemistado con C y D, entonces, estos últimos generan una virtual alianza con A y le hacen apanado a B y, de paso, le disparan a X y Z, por cuestiones tácticas o porque les sale del forro.

Cuando Ortiz, por citar un dato críptico reciente, me incluía entre Los Regios, ¿qué quería decirme? Alguna gente me dice: "Te ha dicho que eres un bacanazo y un presumido, como en todo su artículo". Sí, en efecto, pero aquí sería de gran utilidad el diccionario en cuestión. Aunque el dato es solo de interés para la mayor comprensión del lector y no enriquece en nada la polémica, Los Regios (apodo que con humor fraternal nos puso Blanca Varela, según Lucho Peirano) éramos un grupo de amigos escritores que montábamos bicicleta juntos (Julio Ramón Ribeyro, Antonio Cisneros, Guillermo Niño de Guzmán y yo), pero, por el fraseo de Ortiz en su artículo, obra como descalificación clasista. ¿Qué le fastidia en verdad? ¿Nuestra amistad? ¿O el hecho de que la hubiéramos pasado tan bien?

Termino esta nota, la última sobre este vano asunto, reproduciendo el poema LIMA, de Mateo Rosas de Oquendo, andaluz del siglo XVI que vivió en esta ciudad entre 1593 y 1598. Aparte de indicarnos que la palabra 'coimero' ya existía, su percepción resulta luminosa y puntual.

LIMA/ Un visorrey con treinta alabarderos/ por fanegas medidos los letrados/ clérigos ordenantes y ordenados/ vagamundos, pelones caballeros/
Jugadores sin número y coimeros/ mercaderes del aire levantados/ alguaciles, ladrones muy cursados/ las esquinas tomadas de pulperos/
Poetas mil de escaso entendimiento/ cortesanas de honra a lo borrado/ de cucos y cuquillos más de un cuento/ de rábanos y coles lleno el gato/ el sol turbado/ pardo el nacimiento/ aquesta es Lima y su ordinario trato.


Dejemos que hable el tiempo (Fernando Ampuero)

A estas alturas terminó nuestra absurda polémica literaria y ya queda muy poco por añadir, excepto algunas reflexiones.
A saber: la polémica sirvió para que algunos de nosotros, tontamente, pensáramos que la discusión podía crecer y ganar altura; sirvió para que picáramos los anzuelos de diversos escritores que querían hacernos saber lo descontentos que estaban de su suerte; sirvió para que nos dijeran a gritos lo que opinaban de nuestra obra; sirvió para que nosotros opináramos sobre las suyas; sirvió para que nuestros antagonistas obtuvieran su ansiada cobertura periodística a costa de insultarnos (deseo cumplido); sirvió para que enunciaran su visión muy estrecha y discriminatoria de la literatura; sirvió para que varios desempolvaran con ira las malas críticas que merecieron sus libros; sirvió para catapultar por la vía más triste nuevas carreras literarias; sirvió para que se fraguaran cartas al director con el objetivo de publicar más agravios; sirvió para darle tribuna a los clásicos zampones; sirvió para sacar del olvido a poetas de dudoso numen; sirvió para el ejercicio del más descarado autobombo; sirvió, en fin, para calentar la sangre y provocar un desembalse de todo orden de resentimientos.

Pero, sin duda, sirvió además para demostrar que no hay tal mafia que controle los medios; sirvió para divertir y horrorizar a los lectores. Y sirvió, por último, para hacerme reír con ganas y, en forma simultánea, para hacerme sentir (al igual que muchos, me imagino) enormemente apenado y desazonado.

Creo que quienes participaron en esta polémica han pintado retratos de sí mismos a través de sus palabras. Con lo que dijeron y con lo que callaron, con claras o vagas palabras, unos y otros ensayaron elocuentes respuestas, y algunos pocos, con obvia actitud culpable, evitaron darlas, disimulando la gambeta.

Las ofensas vertidas por todos se volverán anécdotas o quizá (es lo más probable) se desmenucen con el viento como los vacíos y calcinados carapachos de los cangrejos. Sin embargo, y lo digo sin la menor animosidad, nada halaga tanto como que alguien nos insulte con tanta desesperación. Hasta te hace pensar que algo bueno de uno ha de estar molestándolos.
Lejos de las posiciones de quienes aquí intervenimos, lejos de las flamantes simpatías y antipatías, sólo quedará la obra de cada cual (lo único que realmente importa), si es que algo queda.
Alguien quiso injustamente comparar una obra mía de juventud (escrita a los 23 años) con la obra de madurez de otro autor (que la escribió a los 55 años). Bueno, ya que estamos en tren de odiosas comparaciones, yo propongo como mi obra principal el mosaico narrativo compuesto por la suma de todos mis libros de cuentos, alguna crónica o novela y algún poema, para que el correr de los años se encargue de decidir su validez. ¿Qué obra de los escritores peruanos actuales tiene posibilidad de sobrevivir? ¿Qué libros se seguirán leyendo y cuáles permanecerán como un vetusto recuerdo de "lo que debía hacerse"? El tiempo sabrá decidir, pues no existe mejor antologador. El tiempo, implacable a la hora de elegir, suele ser más sensato y desapasionado.
Mientras tanto, pasada la juerga, ha llegado la hora de decir como en el poema de Juan Gonzalo Rose: querido cuerpo mío, continuemos viviendo. Y con ello, de paso, adherir a su vez a la sabia respuesta de Abraham Valdelomar, nuestro primer literato moderno, cuando le preguntaron sobre la principal misión de un escritor en el Perú. Valdelomar repuso: "¡La principal misión de un escritor en el Perú es evitar que lo aplasten!", aludiendo, desde luego, a nuestra roñosa vida literaria, tan proclive al cadalso.